En este nuevo escenario, diversas condiciones se articularon para que Imbert se agenciara un ilimitado poder, tales como la debilidad de las fuerzas dominantes, el vacío de poder existente, su recia personalidad que se sumaba a la condición de héroe nacional, su innegable vocación, el haber asumido en los albores del conflicto bélico la representación de los militares de San Isidro, la urgencia que tenían los norteamericanos de instalar un gobierno títere que sirviera de contrapeso al gobierno de Caamaño y, por último, sus tradicionales y conocidos vínculos con la Embajada de los Estados Unidos y sus agregados militares.
Todo lo anterior le confería a Imbert un talante por encima de sus congéneres, capaz de infundir pavor tanto a los líderes políticos como a los militares. Las no disimuladas ambiciones políticas de Imbert se cristalizaron tras el estallido de la Revolución de Abril de 1965, cuando el emisario del presidente Lyndon B. Johnson, John Bartlow Martin, lo catapultó al poder, con la aquiescencia de los poderes fácticos que dominaban la sociedad dominicana en esta etapa.