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HOTEL CALIFORNIA. CANTAUTORES Y VAQUEROS

A mediados de los sesenta, la música popular norteamericana dio un giro copernicano cuando la fábrica de hits de Nueva York se vio desplazada por los himnos aterciopelados y edénicos que empezaron a brotar de Los Ángeles de la mano del genial productor Phil Spector y grupos como los Beach Boys, los Byrds o The Mamas and the Papas. A partir de ese momento, una serie de artistas, que empezaron a reivindicarse como cantautores de sus propios temas, encontraron en las colinas californianas de Laurel Canyon y en sus alrededores un paraíso virginal —en plena naturaleza pero a un paso del fragor de la gran ciudad— donde establecerse, echar raíces y dar rienda suelta a sus canciones de corte intimista y reivindicativo. Locales como el Troubadour, en La Cienega Boulevard, empezaron a ser frecuentados por la nueva horda de músicos, que aspiraban a tocar sus canciones en directo frente a la exigente audiencia, formada en buena parte por los propios músicos y aspirantes a estrellas. Se iría así fraguando una de las eras doradas del rock norteamericano, que empresarios de la música como un joven y aguerrido David Geffen y su socio Elliot Roberts convertirían casi de la noche a la mañana en un emporio. De este modo, sellos como Warner/Reprise, dirigidos por los linces Mo Ostin y Joe Smith, o Asylum, del tándem Geffen/Roberts, apostaron por un repertorio de folk rock y nuevo country que vio nacer a cantautores y grupos de la talla de Neil Young, Joni Mitchell, Gram Parsons, Crosby, Stills & Nash, Jackson Browne, Linda Ronstadt, James Taylor, The Flying Burrito Brothers, The Eagles o Fleetwood Mac, entre muchos otros, que se convertirían en el nuevo canon del rock y el folk de la música norteamericana a base de música introspectiva y de raíces. Sin embargo, el idealismo, la solidaridad y el talento no tardarían en dar paso a un pandemónium de celos, consumo exacerbado de drogas y sobredosis, relaciones sentimentales tormentosas, éxitos clamorosos y caídas en picado que convirtieron el paraíso en un infierno de egoísmo y capitalismo desbocado que preconizó las maneras que la industria musical desarrollaría a partir de ese momento. Esta es la historia de los artistas de aquella generación, que alumbraron algunas de las mejores canciones de todos los tiempos y cuyo legado sigue más vigente que nunca.
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EL CASO FURTWANGLER

Wilhelm Furtwängler (1886-1954) fue el representante más eminente de la gran «tradición alemana». Considerado, junto con Karajan, Bernstein o Carlos Kleiber, uno de los más legendarios directores de orquesta del siglo XX, por sus interpretaciones -donde algunos creen traslucir cierta noción de verdad-, Furtwängler fue y será siempre, para muchos, una especie de oráculo. La valía de su legado es más que evidente y sus grabaciones continúan siendo una referencia. Pero la clave de su permanencia en el inconsciente colectivo trasciende lo estrictamente musical. Para la política cultural nazi, la música jugó un papel de suma relevancia, destinada a cimentar la superioridad del pueblo alemán, su grandeza y eternidad, lo que llevó a apropiarse de los grandes clásicos alemanes y austríacos bajo la denominación ideológica de «música alemana». Sin la participación de los músicos coetáneos, dicha política cultural del Reich no hubiese sido posible.
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MUSICA, MAESTRO: DE MAHLER A DUDAMEL

Un ensayo original e inédito en español, que nos propone un recorrido por los principales hitos de la dirección orquestal: de los compositores-directores, de Richard Strauss a Leif Segerstam; los titanes, como Toscanini, Furtwängler, Walter, Kemplerer, los Kleiber o Celibidache; los artífices del Festival de Bayreuth, de Knappertsbusch a Janowski; los directores europeos emigrados a Estados Unidos, de Koussevitzky a Dorati; la edad de oro de la música grabada, con Karajan a la cabeza; las grandes batutas de Radio, de Jochum a Haitink; los directores italianos, los rusos, los «sires»… o los especializados en el Barroco. Están, sin duda, todos los grandes nombres, pero también unos cuantos más que lo merecen por su interés y, como apunta Martín Llade en su prólogo, «el juicio que sus autores nos proponen, podrá ser compartido o no, pero nunca dejará de ser justo, o de tratar de serlo». Un libro plagado con casi 1000 referencias onomásticas, 200 biografías de directores –no falta mención a las directoras de orquesta: las pioneras, las que ya han triunfado y las emergentes–, y un capítulo especial dedicado a las principales figuras de la dirección en España, que no renuncia a la concisión y que pone por encima de todo la honestidad. En efecto, los temas espinosos, que no escasean, no se eluden pero se enfocan siempre desde el respeto, «alejándose de esos chismes que tantas veces han llenado algunos libros con la pretensión de hacer historiografía a golpe de chascarrillo», apunta Llade. Un libro del que va a disfrutar cualquier amante de esa lengua universal que es la música clásica.
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