El testimonio del último testigo del Proyecto Manhattan, el plan secreto que inauguró la era atómica y la Guerra Fría.
En 1943 Roy J. Glauber tenía 18 años. Estudiaba simultáneamente la carrera de Física y cursos de doctorado en Harvard. Un día, un emisario del gobierno pidió entrevistarlo. Poco después, siguiendo escuetas instrucciones, Roy envió sus pertenencias a una misteriosa dirección postal y tomó un tren sin saber a dónde. Así llegó a Los Álamos, un laboratorio aislado y secreto en el que las mentes más brillantes de la época trabajaban en el Proyecto Manhattan. De la noche a la mañana, el joven Roy se codeaba con los principales referentes científicos para crear un arma que cambiaría el panorama bélico y político del siglo xx.
La fama es inalcanzable para la mayoría de los humanos, y ese muchacho de entonces desconocía que después la tendría por partida doble. En 2005 obtuvo el premio Nobel de Física por sus trabajos sobre la coherencia cuántica de la luz. Pero, además, Roy fue testigo de los hechos, conoció y sobrevivió a prácticamente todos los científicos vinculados a la creación y lanzamiento de las bombas atómicas; vivió de cerca el antes, el durante y el después de ellas. Desde el punto de vista histórico, Roy ocupó un puesto privilegiado: nadie más lo detentará. Por eso, si la vida le pone a uno en contacto con un hombre tan excepcional como él, y en circunstancias tan especiales como las aquí relatadas, tiene la obligación de contarlo.
Este libro narra el inicio de la era atómica a través de un verdadero protagonista; uno independiente, comprometido con la verdad. Los hechos rememorados por Roy permanecerán en la historia quizá por milenios. «Yo solo fui un observador… aunque uno muy bueno», nos dijo. Aquí queda su voz. La última voz.
Este libro recoge la correspondencia que Américo Castro mantuvo, al final de su vida, con José Jiménez Lozano. Leer estas cartas, cincuenta años después de ser escritas, demuestra la plena vigencia de los ideales que estos intelectuales persiguieron y que urge reivindicar: el valor del pensamiento crítico, de la lectura, de la formación humanística y del sentido de la existencia basado siempre en el respeto al otro y a su libertad religiosa. Recurriendo a unas palabras de Jiménez Lozano a Américo Castro, no resulta exagerado afirmar que este apasionado y amistoso diálogo invita a «una esperanzadora meditación de lo que podría ser nuestro mundo y nuestro país».
Imágenes rotas fue el tercer volumen que dedicó Simon Leys a la China maoísta, en 1976, año de la muerte del "Gran Timonel". Lejos de elaborar complejas teorías, Leys nos brinda un conjunto de testimonios individuales, confidencias espontáneas marcadas por el sabor amargo de la experiencia vivida bajo el régimen de la mentira desconcertante en los estertores de la "Revolución cultural".
Una apasionante novela sobre la increíble vida del pianista de Hitler que ayudó a crear el monstruo del nazismo para luego tratar de destruirlo.
Medía dos metros de altura pero lo apodaban Putzi, hombrecito en bávaro. Marchante de arte en el Nueva York bohemio de 1910, amante en aquella época de Djuna Barnes y músico en su tiempo libre, Ernst Hanfstaengl se convirtió diez años después en el confidente y pianista de Hitler. Su increíble exilio al perder el favor de éste lo llevó hasta el presidente Roosevelt, quien durante la IIGM lo convertiría en su principal informante sobre el Führer.
Putzi. El confidente de Hitler rescata a uno de los personajes más desconocidos y fascinantes del S.XX: para algunos fue un traidor o un bufón sin consecuencia, para otros, uno de los artesanos del mal. Pero su trágica y burlesca historia, envuelta en misterio, es la de un héroe de novela. La novela de un siglo de esplendor y desastre, en la que el lector se cruzará con Goebbels, Göring y las hermanas Mitford, pero también con Thomas Mann, Charles Chaplin o John Reed.
Uno se imagina los últimos momentos de los monarcas envueltos en la misma pompa y circunstancia que los rodearon en vida, sin perder un ápice de su majestad en el trance definitivo. Con serenidad, solemnidad y en silencio. Pero las excepciones a ese lienzo ritual y ceremonioso no son pocas. Están, de un lado, los que murieron en el campo de batalla, como el aragonés Pedro II, que falleció combatiendo a los cruzados de Simón de Monfort en Muret (1213), mientras defendía a sus súbditos de Occitania. Y son mucho más abundantes los que perdieron la vida en circunstancias extrañas o rocambolescas, que han propiciado toda suerte de teorías y especulaciones. En este ameno libro el historiador Manuel García Parody, con el rigor que caracteriza su ya extensa trayectoria, aborda algunas de esas muertes regias exentas de la solemnidad y de la heroicidad que se les presupone.
El 10 julio de 1596, Francisco de Mendoza, almirante de Aragón, dejaba Gante para dirigirse a la corte del Sacro Imperio, entonces asentada en Praga. Lo hacía siguiendo las instrucciones del rey Felipe II y del archiduque Alberto de Austria, nuevo gobernador de Flandes, de quien era mayordomo mayor. Su cometido consistía en presentarse ante el emperador Rodolfo II y otras destacadas personalidades, para comunicarles formalmente la toma de posesión de estos territorios por parte del archiduque; aunque a las iniciales visitas de cortesía se irían sumando otros objetivos de gran relevancia política. Esta embajada diplomática se encuentra recogida en un manuscrito inédito –cuyo autor fue con toda probabilidad el propio Francisco de Mendoza– que ahora presentamos al lector. Redactado a modo de diario de viaje y sembrado de reflexiones personales del protagonista, nos sumerge en la Europa de finales del siglo XVI.
La recuperación de las crónicas y reportajes que desde la España de la década de 1930 enviaba a la prensa neoyorquina la joven judía, mexicana y estadounidense Anita Brenner completa el perfil de una autora sorprendente de la Revolución Mexicana, con esta etapa española que pocos le suponían, y devuelve a la nómina de los corresponsales extranjeros en la España de la Segunda República y la Guerra Civil una de sus muestras más singulares y penetrantes. Traducidas por primera vez, con material de archivo, despachos originales y declaraciones inéditas de Azaña, Indalecio Prieto, Largo Caballero o Gil-Robles entre otros protagonistas. Las crónicas de una corresponsal que nunca quiso ser extranjera y a la que no interesaron las trincheras de la guerra sino las barricadas de la revolución española.
La historia de dos alpinistas que trabajaban para la gloria del régimen soviético y fueron víctimas de las purgas stalinistas.
Esta es la historia nunca antes contada de los hermanos Abalákov, dos alpinistas que trabajaban para la gloria del régimen soviético y que fueron víctimas de las purgas stalinistas.
Vitali y Yevgueni eran dos huérfanos siberianos que disfrutaban de la escalada antes de hacerse alpinistas expertos. Realizaron muchas expediciones entre el Cáucaso y Asia Central que culminaron en los años 30 con sus subidas a los impresionantes picos de Stalin y Lenin. En una cultura en la que el alpinismo estaba dictado por la ideología de un nuevo mundo, a través de la conquista de nuevos territorios y la guerra, Vitali Abalákov todavía fue víctima del Gran Terror y las purgas de 1938. Finalmente fue liberado. A pesar de haber perdido varios dedos en una tormenta de nieve a gran altitud, volvió al alpinismo y consiguió otra vez, dirigiéndose Spartak, retornar al más alto nivel. Su hermano Yevgueni murió en 1948 cuando se disponía a subir al Everest.
La Segunda Guerra Mundial es un momento decisivo de la historia europea, aunque pocas veces nos la han contado desde la perspectiva de los colaboracionistas. Decenas de miles de europeos tomaron parte en las políticas imperiales del Tercer Reich, espoleados por el miedo a perder una oportunidad irrepetible e inspirados por los deslumbrantes triunfos de la Alemania nazi. Este libro ahonda en su universo mental, en sus trayectorias desde los años treinta, en sus estrategias políticas, en sus tormentosas relaciones con los alemanes, en el sentido de sus decisiones y de sus acciones, incluyendo la creación de unidades de voluntarios para la guerra contra la Unión Soviética. Lejos de verse a sí mismos como meros peones, los colaboracionistas creyeron que una cooperación estrecha y leal con los ocupantes sería la manera más rápida y eficaz de promover sus intereses personales y sus proyectos políticos. Marginados por sus convecinos como traidores y perseguidos por la resistencia acabarían firmando un pacto de sangre con los ocupantes, contribuyendo al saqueo de sus países y empujando a sus comunidades al borde de la guerra civil. No en vano, la condena y depuración del colaboracionismo pondría los fundamentos de la refundación del continente en la posguerra.