¿No existen los personajes de las novelas que nos apasionan? ¿No son verdaderas las figuras del cuadro que nos absorbe o las escenas de la película que nos aterroriza? ¿Por qué nos emocionan así entonces? ¿Por qué nos las creemos tanto como para sollozar o reír a carcajadas? Actualizando un tema clásico del pensamiento occidental, la pregunta por el estatuto de realidad que corresponde a las creaciones artísticas, Pablo Maurette (autor de El sentido olvidado: ensayos sobre el tacto, Mar Dulce editora, 2015) compone aquí un ensayo brillante, preciso y delicioso. Armado con el concepto grecolatino de evidencia, Maurette recorre hitos artísticos y filosóficos de toda nuestra tradición (de Platón a Susan Sontag, pasando por Giotto o Proust), deteniéndose especialmente en un cuento de Julio Cortázar y en una película de Quentin Tarantino, para desnudar como nunca las herramientas y estrategias clave de esa mágica fábrica de verdad que son nuestras ficciones.
La discriminación, la exclusión, el conflicto y la violencia son tan antiguos como la humanidad. Nuestro tiempo asiste a una revitalización de las tensiones sociales, la polarización política y el auge de los populismos, y Europa vuelve a ser escenario de una guerra.
Este libro busca responder a un interrogante que es hoy más pertinente que nunca: por qué una especie social como el Homo sapiens se aborrece tanto a sí misma. Libramos guerras y tenemos prejuicios contra nuestros semejantes. Discriminamos por motivos de nacionalidad, clase, raza, orientación sexual, religión y género. ¿Por qué los humanos son a la vez tan sociables y tan malvados entre sí?
El renombrado filósofo Michael Ruse viaja a las raíces del conflicto social para, desde la biología evolutiva, la antropología y la arqueología, desentrañar la racionalidad de las cotas que ha alcanzado el odio humano, como las dos guerras mundiales o los horrores del Holocausto. Ruse encuentra el secreto de la paradójica naturaleza del animal social y odiador en nuestro pasado evolutivo tribal, cuando hace diez mil años pasamos de ser cazadores-recolectores a agricultores, un cambio que allanó el camino para la civilización moderna. Y es que nuestras modernas mentes albergan aún las mentes propias de la edad de piedra.