El constitucionalismo rígido ha cambiado profundamente la naturaleza del derecho y de la democracia, al imponer a la política límites y vínculos sustanciales, en garantía de los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos.
Actualmente, el edificio de la democracia constitucional, como modelo teórico y como proyecto político, está siendo agredido por la asimetría entre el carácter global de los poderes económicos y financieros y los confines todavía estatales del derecho y de la democracia; por la abdicación de su papel de gobierno por parte de la política, tan impotente y subordinada a los mercados como omnipotente en relación con los sujetos débiles y sus derechos; por el general desarrollo de la ilegalidad o, lo que es peor, por la ausencia de reglas sobre los poderes, tanto públicos como privados.
Por eso, la expansión del constitucionalismo, y la construcción de sus garantías a la altura de los nuevos poderes económicos globales, es la principal tarea de la política y la única alternativa racional a un futuro, no solo de desórdenes, violencias, desigualdades y devastaciones medioambientales, sino de involuciones autoritarias y antidemocráticas.
En el mundo globalizado de hoy la histórica apelación a la «lucha por el derecho» se conjuga como lucha por los derechos. Una innegable necesidad de derechos se manifiesta por doquier, desafiando cualquier forma de represión. Ya no son solo derechos que extraen su fuerza de una formalización o de un reconocimiento desde lo alto, sino derechos que germinan en la materialidad de las situaciones fuera de los ámbitos institucionales acostumbrados, en lugares de todo el mundo que son «ocupados» por hombres y mujeres que reclaman el respeto por su dignidad y por su misma humanidad.
Esta nueva llamada a los derechos fundamentales supone una mutación en la naturaleza de la ciudadanía. Nuevas modalidades de acción y nuevos actores se contraponen a la supuesta ley natural del mercado y a su pretensión de incorporar y definir las condiciones para el reconocimiento de los derechos. El «derecho a tener derechos» construye así un modo distinto de entender el universalismo, haciendo hablar el mismo lenguaje a personas alejadas entre sí y poniendo en marcha una revolución de los bienes comunes.
Una tarde de la primavera de 2008, sonó el teléfono de Philip Shenon en la delegación del New York Times en Washington. Quien llamaba era un importante abogado que había empezado su carrera hacía casi medio siglo como miembro de la Comisión Warren que investigó el asesinato de Kennedy. «Deberías contar nuestra historia», dijo. «No somos jóvenes, pero muchos de los miembros de la comisión seguimos vivos, y esta puede ser nuestra última oportunidad para contar lo que realmente ocurrió.» Así empezó un trabajo de cinco años para reconstruir la historia oculta de la investigación más importante y más controvertida del siglo XX.
El libro pronto se convirtió en algo mucho mayor: Shenon descubrió que gran parte de la verdad sobre el asesinato del presidente todavía no había sido contada, y que muchas pruebas habían sido escondidas o destruidas por la CIA, el FBI y otras personas que ocupaban lugares de poder en Washington. En el tenso y absorbente libro de Shenon aparecen las figuras legendarias que protagonizaron esa época: Bobby Kennedy, Jackie Kennedy, Lyndon Johnson o J. Edgar Hoover.
A partir de cientos de entrevistas y un acceso sin precedentes a
los miembros supervivientes de la Comisión y a otros protagonistas, el sólido y definitivo libro de Philip Shenon cambiará la idea
que tenemos del asesinato de Kennedy y de la fallida investigación que le siguió.