Desde los años veinte, la imagen popular de la Legión Extranjera Francesa quedó grabada en el imaginario colectivo a partir de la novela Beau Geste, de P. C. Wren: un mundo de aislados y remotos fortines, feroces tribus guerreras y hombres desesperados de todas las nacionalidades que, huyendo de turbios pasados, se alistaban bajo seudónimos para luchar y morir bajo el sol del desierto. Una imagen romántica y llena de clichés que ha opacado una realidad mucho más rica y apasionante, jalonada de combates sin cuartel en exuberantes oasis en medio de la desolación, operaciones de contrainsurgencia en selvas infestadas de tigres, templos alfombrados de cráneos humanos en las profundidades de la jungla, e implacables marchas desafiando los límites de la resistencia humana. En su libro Camaradas bajo la arena, brindis con que los legionarios recuerdan a sus caídos, Martin Windrow narra con la pulsión de la mejor historia militar la «edad de oro» de la Legión Extranjera Francesa: su configuración y desarrollo como cuerpo, la idiosincrasia de unos soldados que decidieron emprender una vida al margen de convencionalismos y que conformaron una de las unidades militares más legendarias de la historia, y sus principales campañas durante la expansión colonial francesa, de los ardientes desiertos y escarpadas montañas de Marruecos a las opresivas selvas de Tonkín, de los traicioneros manglares de Dahomey hasta los inclementes altiplanos de Madagascar. Pero va mucho más allá, para profundizar en las tensiones entre poder político y militar en el seno de la Tercera República, una compleja relación nacida de los humeantes rescoldos del París de la Comuna que condicionó una política exterior de constante expansión durante la era del colonialismo europeo.
Agosto de 1914, Alemania y Austria-Hungría lanzan sus ejércitos a la guerra con resolución inquebrantable, convencidas en que la justicia estaba de su lado y confiadas en una veloz y decisiva victoria. Apenas un mes después, la feroz embestida de Alemania se había atascado en el oeste al tiempo que Austria-Hungría sufría catastróficas pérdidas en el este. El sueño de una rápida victoria se tornaba en pesadilla a una escala nunca antes soñada que desgarraría los campos, incendiaría los cielos y sacudiría los mares de la vieja Europa. Para las Potencias Centrales la guerra se convirtió en un monstruoso asedio, estranguladas por el implacable bloqueo británico que abocaba a sus pueblos a la inanición y emasculaba su esfuerzo bélico, y rodeadas de enemigos más poderosos y numerosos. Un anillo de acero que se ceñía inexorablemente sobre sus gargantas. En esta magistral y multipremiada relectura de la Primera Guerra Mundial desde la perspectiva de las Potencias Centrales, Alexander Watson pone al lector en la piel de sus perdedores, tanto de los líderes de Berlín y Viena, como especialmente de los pueblos de Europa central para, a través de sus experiencia individuales y colectivas, hacernos partícipes de sus padecimientos pero también dejar patente la movilización y aquiescencia, más o menos entusiasta, del grueso de la sociedad para llevar a cabo esta primera «guerra total» hasta sus últimas consecuencias.
¡Pertenecéis a Odín!», clamó un grito de guerra en cientos de gargantas en la batalla de Fyrisvollene, en el sur de Suecia, a finales del siglo X. Un grito que refleja bien el espíritu de los vikingos, guerreros paganos que durante más de dos siglos conmocionaron a la Europa cristiana. Fieles de Odín, se consideraban parte de su comitiva, por lo que la muerte en el campo de batalla no era algo que hubieran de temer: el Valhalla esperaba. Y si bien hacia el final de la era vikinga los cansados dioses nórdicos fueron sustituidos por la palabra de Cristo, el furor en el combate y una ética que privilegiaba el honor de morir en batalla no marcharon con ellos. Kim Hjardar, autor de Vikingos en guerra, obra ya de referencia, repasa en su nuevo libro cómo la incesante búsqueda de gloria y botín que llevó a los vikingos desde Escandinavia hasta el Mediterráneo, y desde Irlanda hasta el mar Caspio, desató innumerables conflictos, que aquí destila en las más destacadas batallas de la era vikinga: los salvajes choques por tronos y reinos en Suecia o Noruega, los durísimos ataques contra ciudades francas como París o Nantes, las incursiones que hicieron tambalearse a los reinos anglosajones, el increíble asalto contra Constantinopla, Miklagard, «la ciudad luminosa», o la batalla de Tablada, cuando los hombres de norte mordieron el polvo en al-Ándalus…