El escenario político actual nos trae de vuelta ciertos discursos nacionalistas que, azuzados por movimientos populistas de apariencia moderna, no dudan en explotarlos con fines autoritarios, racistas, chovinistas o xenófobos. Esta realidad refuerza la opinión de que se trata de una ideología reaccionaria y, en esencia, antidemocrática.
En El porqué del nacionalismo, la politóloga Yael Tamir presenta un apasionado argumento en contra de este razonamiento, en el que busca poner el acento sobre las virtudes participativas e igualitarias del nacionalismo, considerándolo como una fuerza con capacidad aglutinante y emancipadora.
En su opinión, lejos de encontrarnos frente a una «fuerza maligna», debemos cambiar el énfasis de lo global a lo nacional como una manera de redistribuir las responsabilidades y compartir los beneficios de un modo más democrático y justo. Así, elabora un relato original y convincente de porqué hoy en día resulta más importante que nunca para la izquierda reconocer estas cualidades del nacionalismo, a fin de reclamarlo a los extremistas de derecha y redirigir su fuerza hacia fines progresistas.
A lo largo de la historia, el pasado ha sido utilizado —y (re)escrito— como arma política para justificar toda una serie de discursos ideológicos que manipulan y resignifican nuestros espacios: hablamos de las evidencias físicas, desde los monumentos conmemorativos hasta los vestigios que podemos rastrear en las ciudades a través de su arquitectura y urbanismo. Estos demuestran la existencia no solo de acontecimientos del pasado, sino de formas de pensar, valores que han desaparecido o movimientos sociales que dejaron su huella en el espacio público y que se filtran gota a gota en el presente.
Cuando nuestras ciudades se remodelan en base a fantasías sobre lo que ocurrió, cuando los monumentos mienten sobre quién merece nuestro reconocimiento, o cuando directamente se destruyen, el registro histórico está siendo adulterado. Del mismo modo, cuando se nos dice que ciertos estilos arquitectónicos son ajenos a nuestras ciudades, cuando las decisiones que se toman sobre nuestro entorno no tienen ningún tipo de fundamento histórico, o cuando se privatiza el espacio público, estamos siendo manipulados. ¿Qué nos queda si ya no podemos confiar en el mundo tangible que nos rodea para decirnos la verdad?
«Lo cierto es que no se camina nada o se camina poco y mal. Se camina sin ver, sin contemplar, sin abandonarse al paseo», constata Edgardo Scott al inicio de este sugerente ensayo. En la era del automóvil, del footing y de las pantallas, el arte de caminar parece en peligro de extinción. Pues caminar es —puede ser— algo más que desplazarse a pie, dar un paso tras otro, ejercitar las piernas por prescripción médica. Como atestigua una larga tradición de escritores, pensadores y artistas a los que Scott convoca, homenajea y sigue en estas páginas llenas de asociaciones canónicas e imprevistas —de san Ignacio de Loyola a Damon Albarn, pasando por Baudelaire, R. L. Stevenson, Borges, Machado y Rosa Chacel—, caminar es una forma de meditación estética y filosófica, de imaginación literaria y política; una forma de escritura y de lectura en movimiento que nos ayuda a descifrar el mundo que nos rodea y también a nosotros mismos.