Tito Livio es el único de los grandes historiadores de Roma que se mantuvo alejado de la vida pública. Eso le permitió dedicarse varias décadas a escribir su gran obra Historia de Roma (Ab urbe condita). Este monumental proyecto constaba de ciento cuarenta y dos libros, de los cuales solo se conservan treinta y cinco. La parte que ha llegado hasta nosotros refleja los mejores momentos de la Roma heroica con una prosa de innegable encanto en la que se exaltan las virtudes republicanas y el amor por la libertad.
Perdidos los libros XI a XX, el cuarto volumen de Historia de Roma en la Biblioteca Clásica recoge los libros XXI-XXV. En ellos, el autor va a «narrar por escrito la guerra más memorable de cuantas se llevaron jamás a cabo», es decir, la Segunda Guerra Púnica, que enfrentó a las dos grandes potencias del Mediterráneo: los cartagineses capitaneados por Aníbal, y los romanos.
Con Augusto acaba la República y se inicia el Imperio. Acaba el mundo antiguo y la civilización romana se hace universal, así comienza el mundo moderno.
Con el Imperio, la ciudadanía acabará dejando de ser un privilegio de una minoría opresora, a un derecho de nacimiento que integrará a todos por igual, y las viejas ciudades-estado como Atenas, Esparta, Cartago, o más tarde Roma, serán sustituidas por el concepto de nación.
El censo de Augusto fue el instrumento que operó esa revolución silenciosa sobre la que pivota indefectiblemente nuestra civilización occidental: la ciudadanía universal, con la nación como garante de los derechos y libertades inherentes a esa ciudadanía.
Y mientras esos gigantescos avances jurídicos y políticos, que cambiaron el mundo para siempre, empezaban a ponerse en marcha en tiempos de Augusto, en uno de los pueblos más alejados e insignificantes del Imperio, en Belén de Judea, nacía la primera persona de la que tenemos constancia histórica que formó parte de ese primer censo de Augusto: Jesús de Nazaret. ¿Casualidad?
UN DEBATE SOBRE LA CRUELDAD HUMANA A TRAVÉS DE LOS TEXTOS GRIEGOS
La antigua Grecia conoció la violencia en todas sus formas: guerras, matanzas, mitos crueles... Sin embargo, esta amenaza constante siempre se vio contrarrestada por escritores y filósofos helenos, que percibían su carácter inaceptable y alzaron sus voces para condenarla sin paliativos. Junto a estos alegatos contra la violencia, se defendieron otros ideales de humanidad, de justicia, de tolerancia y de solidaridad.
A través de numerosos testimonios antiguos, Jacqueline de Romilly analiza la mentalidad griega en relación con las diferentes formas de violencia y, sobre todo, muestra la indiscutible actualidad de una herencia que nos empuja a combatir contra ella.