Los ensayos publicados por Herbert Marcuse en Nueva York en la revista del Instituto de Investigación Social entre 1934 y 1941 poseen una indiscutible relevancia teórica y política. En ellos se ocupa de temas decisivos de la época (el liberalismo político y económico, la tradición filosófica, la cultura burguesa, la exigencia individual de felicidad o la tecnología contemporánea) a la luz de la catástrofe representada por el triunfo del nacionalsocialismo.
Pero, más allá de su valor histórico-filosófico, estos textos resultan relevantes también para analizar críticamente nuestra situación actual: el nuevo ascenso de la extrema derecha sobre las ruinas del neoliberalismo, la devaluación de la filosofía a mera distracción y medio de autoayuda, la reducción de la cultura a un juego irrelevante de apariencias, la colonización de las necesidades más íntimas por la búsqueda del beneficio económico o el cierre opresivo del universo tecnológico en aras de la eficiencia.
Para un occidental, Japón es la gran experiencia posible del «otro». Pocos países se muestran tan alejados culturalmente. Pero esa máxima sensación de otredad no deriva de sus diferencias: las hay, muchas, enormes, pero no mayores que respecto a otras culturas. En Japón vemos gente vestida como nosotros, que oye la misma música o ve nuestras mismas películas; con apartamentos llenos de cosas parecidas a las nuestras, inmersos ambos en los mismos artilugios tecnológicos que nos caracterizan y gobiernan. Es su manera completamente propia de entender el mundo los que los hace tan distintos. Nos miramos con curiosidad recíproca mientras nos preguntamos si el futuro y nuestra relación con la realidad no será la imagen que ya nos devuelve el espejo de su cultura. Tras vivir varios años en Japón, José Antonio de Ory revela en estas páginas su deslumbramiento por este complejo y lejano país. Nada escapa a su ojo atento inmerso en una sociedad insular y rodeada de otras culturas milenarias, que ha fraguado sus peculiaridades a lo largo de siglos en un relativo aislamiento.
En el punto álgido de la Segunda Guerra Mundial, cuatro mujeres comenzaron sus estudios en la universidad de Oxford: una católica conversa extremadamente brillante; una chica de buena familia que anhelaba escapar del asfixiante ambiente en el que había sido criada; una ferviente comunista aspirante a novelista con una lista de pretendientes más larga que su brazo, y la cuarta: una tranquila y desordenada amante de tritones y ratones que se convertiría en una gran intelectual pública de su tiempo. Se hicieron amigas de por vida. En ese momento, solo un puñado de mujeres había hecho de la filosofía su modo de vida. Pero cuando la mayoría de los hombres de Oxford fueron reclutados en la guerra, todo cambió.
Mientras Elizabeth Anscombe, Philippa Foot, Mary Midgley e Iris Murdoch trabajaban para hacerse un lugar en un mundo dominado por hombres, mientras construían sus amistades y familias, mientras se acercaban y se alejaban entre ellas, siempre defendieron que algunas maneras de vivir son mejores que otras. Las diferencias en el ámbito de la filosofía moral que marcaron sus aportaciones provocó el cambio más importante en la disciplina durante más de un siglo, reemplazando la árida escolástica por una vuelta a las discusiones sobre la bondad, la virtud y el carácter.