«Ceder no es consentir». Esto pareciera evidente. Sin embargo, es necesario delinear la frontera entre «ceder» y «consentir», pues en ocasiones puede darse una peligrosa proximidad entre ambos.
«Ceder no es consentir». Esto pareciera evidente. Sin embargo, es necesario delinear la frontera entre «ceder» y «consentir», pues en ocasiones puede darse una peligrosa proximidad entre ambos. El consentimiento, de hecho, siempre implica un riesgo: nunca puedo saber de antemano a dónde me conducirá. ¿Podría ser entonces que el consentimiento dejara la vía libre a la coerción? La experiencia de la pasión, la angustia en la relación con el otro y la obediencia al superyó desdibujan la frontera entre el consentimiento y la coerción dentro del propio sujeto.
Es con mucha delicadeza y honestidad que el sociólogo Didier Eribon nos invita a acompañarlo en su genealogía de una ruptura. Pues de eso se trata y siempre se trató desde su adolescencia: arrancarse de un mundo social, familiar, popular y de provincia cuyos valores y sensibilidades nunca compartió. Un mundo caracterizado por la pobreza, la homofobia y la xenofobia, del que decidió escapar yéndose a vivir su homosexualidad y forjar su universo intelectual en la gran capital, París. Mundo social con el que se reencuentra, décadas más tarde, en ocasión de la muerte de su padre.
¿Es posible dejar definitivamente atrás su propio pasado? ¿Es posible no ser prisionero de su propia historia? ¿Cómo enfrentar los fantasmas de un pasado doloroso que no quiere pasar y que nunca deja de volver a la superficie, puesto que se encuentra inscripto en lo más íntimo de nuestro cuerpo, de nuestra sensibilidad, de nuestra identidad social e individual?
A lo largo de la historia, el pasado ha sido utilizado —y (re)escrito— como arma política para justificar toda una serie de discursos ideológicos que manipulan y resignifican nuestros espacios: hablamos de las evidencias físicas, desde los monumentos conmemorativos hasta los vestigios que podemos rastrear en las ciudades a través de su arquitectura y urbanismo. Estos demuestran la existencia no solo de acontecimientos del pasado, sino de formas de pensar, valores que han desaparecido o movimientos sociales que dejaron su huella en el espacio público y que se filtran gota a gota en el presente.
Cuando nuestras ciudades se remodelan en base a fantasías sobre lo que ocurrió, cuando los monumentos mienten sobre quién merece nuestro reconocimiento, o cuando directamente se destruyen, el registro histórico está siendo adulterado. Del mismo modo, cuando se nos dice que ciertos estilos arquitectónicos son ajenos a nuestras ciudades, cuando las decisiones que se toman sobre nuestro entorno no tienen ningún tipo de fundamento histórico, o cuando se privatiza el espacio público, estamos siendo manipulados. ¿Qué nos queda si ya no podemos confiar en el mundo tangible que nos rodea para decirnos la verdad?