En 1932, la música, como las demás disciplinas artísticas, fue reducida a una única doctrina: la del realismo socialista. La finalidad del arte era servir al Estado. Los músicos tuvieron que someterse a la línea ideológica del partido. Algunos la sortearon como pudieron; otros, sin embargo, no se doblegaron, y sus obras fueron prohibidas, sus conciertos cancelados y ellos relegados al olvido. Eso sucedía en el mejor de los casos, porque en el peor se los destinaba a campos de trabajo en Siberia o simplemente eran ejecutados. Músicos de la altura de Dmitri Shostakóvich y Serguéi Prokófiev e intérpretes de fama internacional como Mstislav Rostropóvich, Sviatoslav Richter, David Oistrakh, Leonid Kogan y Mariya Yúdina fueron capaces de crear melodías sublimes en las circunstancias más hostiles y oscuras. Pero esa política represora no sólo se circunscribió a la música clásica. La Asociación Rusa de Músicos Proletarios (RAPM) se ocupó también de la música ligera. Era conocida la afición de Stalin por ese tipo de música, así que, en consecuencia, la represión fue menor que en la música y la literatura clásicas. Pero, con todo y con eso, los intérpretes no podían bajar la guardia.
¿La Revolución rusa fue la consecuencia directa de las decisiones del zar Nicolás y del gobierno provisional de Alexander Kerensky? ¿O fue un proceso impulsado por los obreros y campesinos, que nunca imaginaron la dictadura bolchevique que impondrían Lenin y sus sucesores?
Resultado de toda una vida dedicada al estudio del gigante del este, Robert Service nos ofrece en este libro un esclarecedor y vívido relato del tortuoso camino que siguió Rusia durante la Primera Guerra Mundial, la Revolución y la posterior guerra civil, que desembocó en el establecimiento de un régimen soviético totalitario destinado a perdurar siete décadas. Protagonistas de altura como Nicolás II, Kerensky y el propio Lenin ocupan un lugar central en estas páginas.
Aquello que destaca, sin embargo, es cómo su autor enriquece la narración gracias a diarios poco conocidos de ciudadanos de a pie, como el campesino Alexander Zamaraev, el suboficial Alexei Shtukaturov o el contable Nikita Okunev. Sus testimonios nos ayudan a entender cómo vivió la sociedad del momento las profundas y problemáticas transformaciones que se sucedieron durante los años previos y posteriores a las revoluciones de febrero y octubre de 1917.
Este alegato a favor de la ética a la hora de contar historias y pensar en utopías defiende que la búsqueda de la verdad ante la violencia y la catástrofe climática tiene que mirar en distintas direcciones: hacia atrás, para comprender qué ha pasado, y hacia delante, para mostrar lo que será y no olvidar que también debemos hablar de lo que podemos esperar.