Desde hace algunas décadas, las solicitudes de cambio de sexo entre niños y adolescentes se han disparado de forma alarmante, tanto en Estados Unidos como en Europa. El peso de la cultura LGBTQI ha dado una mayor visibilidad a la «disforia de género», que traduce una sensación de inadecuación entre el sexo de nacimiento y el que se «siente».
Bajo la premisa progresista de que librarse de las diferencias anatómicas y genéticas entre los sexos es algo emancipador, el transgenerismo pretende abolir el «binarismo» de género y legitimar la sensación de haber nacido en el «cuerpo equivocado».
Se le hace creer así al niño que puede estar experimentando problemas de identidad sexual en su etapa de inmadurez, que puede «autodeterminarse» y elegir su sexo en función de sus vivencias. Varios países están avanzando hacia una legislación en la que basta con querer cambiar de sexo para poder hacerlo, sin el consentimiento de los padres ni el consejo médico, y basándose únicamente en los sentimientos, que se erigen como la verdad.
Entre la caída del Muro de Berlín y el atentado de las Torres Gemelas hubo un periodo en la historia que quienes lo vivieron creen recordar bien, porque no parece quedar tan lejos, y creen recordar sin nostalgia, porque no parece que pasara gran cosa. Para esas personas —los boomers y los integrantes de la Generación X—, los noventa son poco más que la época en la que Bill Clinton tuvo una aventura con una becaria e internet empezó a cambiar nuestras vidas.
Pero del inicio de esa década han pasado más de treinta años, muchos de los fenómenos que la protagonizaron se han desdibujado en el recuerdo y apenas somos conscientes del giro copernicano que significó todo lo ocurrido en esos años. Tampoco de la evolución cultural que supone haber pasado de la apatía que reinaba en los noventa a una era como la actual, en la que las redes sociales han convertido a las personas en marcas.
La PNL (programación neurolingüística) ha demostrado que la mayoría de nuestras decisiones no son racionales, sino emocionales, y que si comprendemos el origen de nuestro comportamiento, podremos tomar mejores decisiones. Por otro lado, todos establecemos diferentes tipos de relaciones, tanto personales como profesionales, y si sabemos utilizar nuestra inteligencia emocional, podremos optimizar dichas relaciones y alcanzar más fácilmente nuestros objetivos. Este libro va dirigido a todas aquellas personas interesadas en mejorar sus habilidades sociales, ya sea a nivel personal como profesional, aportándoles una base sólida para que sean capaces de comunicarse más eficazmente y den así el primer paso hacia la satisfacción personal y la felicidad.