Hoy en día, las transiciones a la democracia en Portugal, Grecia y España son objeto de encendidas polémicas en los círculos académicos y en la opinión pública. Hay quienes siguen catalogándolos como procesos exitosos que, liquidando la supuesta excepcionalidad de sus pueblos, rompen con el largo tiempo de extrañamiento de la Europa civilizada y potencian la autoestima nacional. También los hay que, por el contrario, ven en sus limitaciones y renuncias el origen de los males presentes en los tres escenarios nacionales. Es este un debate que parece no tener fin. En este libro se examinan las esperanzas y las incertidumbres de ese momento histórico. Un tiempo breve, en un contexto de grave crisis económica, en el que se hace posible la incorporación a la arena pública de una pluralidad de actores que protagonizan los procesos de transición y consolidación de jóvenes democracias, así como una renovada presencia internacional de los tres Estados en una Europa entonces crecientemente cohesionada.Ángeles González-Fernández es catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla.
Portugal, España, Chile y Argentina vivieron, entre mediados de los años setenta y los ochenta, un proceso de transición tras el final de las respectivas dictaduras que hubieron de padecer. No siempre es cierto que tras la tormenta llegue la calma, pues la lucha contra la inercia de estos regímenes suele convertirse en un tenaz obstáculo en el camino hacia la democracia. Pero ¿es este el destino que realmente se alcanza o es la normalización —la adaptación— de los anteriores engranajes al mecanismo democrático? En cualquier caso, fueron procesos protagonizados por la pugna entre el cambio y la continuidad, lo nuevo y lo viejo, el diálogo y las armas, la memoria y el olvido.
Atravesamos una crisis del humanismo. El término está casi obsoleto. Su dificultad para respirar no proviene de discursos despectivos hacia el hombre, no nos equivoquemos. Es a través de la compasión como este nuevo humanismo, vaciado ya de sustancia, se extiende como un cáncer. Al querer ser mejor humano, sólo humano, demasiado humano, el hombre moderno genera quimeras. El nuevo hombre soñado por los regímenes fascistas o soviéticos era un anticipo del hombre aumentado con el que sueñan los transhumanistas; de la misma manera, el Untermensch (infrahumano, como llamaban los nazis a los no arios) encuentra hoy sus avatares en una muchedumbre que no se ajusta al proyecto deseado para la humanidad. La tentación de definir al hombre a partir de sí mismo lo relega a esa condición inferior. Sólo una imagen del hombre que lo salva impide esta división idólatra ¿Por qué?