Meister Mathis, Mathis Grün de Eisenach, Mathis Godhart (o Gothardt) Nithart (o Nithardt), Matthias Grünewald, el pintor (y también, quizá, el ingeniero, el fabricante de jabones, el conocedor de alquimias) son algunas de las señales que han velado y velan todavía al hombre que pintó el imponente Retablo de Isenheim a principios del siglo, en una Europa diezmada por la pobreza, la guerra y la peste, en la que tronaban las revueltas de campesinos, el comercio de bulas era moneda corriente y la Reforma echaba a andar. El políptico, con sus escenas sucesivas, estaba destinado a causar el estremecimiento de los enfermos que acudían en río al hospital que los antonianos habían abierto en Isenheim: detenerse ante el cuerpo retorcido y masacrado de la Crucifixión, la música angélica de la Natividad, un san Antonio tentado y vejado, o el triunfo de la Resurrección debía propiciar la curación a sus males las fiebres y la lepra, el fuego de san Antonio, la sífilis, la epilepsia .
Entre la caída del Muro de Berlín y el atentado de las Torres Gemelas hubo un periodo en la historia que quienes lo vivieron creen recordar bien, porque no parece quedar tan lejos, y creen recordar sin nostalgia, porque no parece que pasara gran cosa. Para esas personas —los boomers y los integrantes de la Generación X—, los noventa son poco más que la época en la que Bill Clinton tuvo una aventura con una becaria e internet empezó a cambiar nuestras vidas.
Pero del inicio de esa década han pasado más de treinta años, muchos de los fenómenos que la protagonizaron se han desdibujado en el recuerdo y apenas somos conscientes del giro copernicano que significó todo lo ocurrido en esos años. Tampoco de la evolución cultural que supone haber pasado de la apatía que reinaba en los noventa a una era como la actual, en la que las redes sociales han convertido a las personas en marcas.
Nos gusta pensar que el futuro depende de nosotros mismos, pero la realidad es distinta: la Inteligencia artificial es la mano invisible que mueve los hilos de nuestra vida. Su potencial es ilimitado y, puesto al servicio de un bien común, nos permitiría encontrar la solución a los mayores desafíos de nuestro siglo. Pero ¿qué ocurre cuando ese poder recae en un pequeño grupo de personas?
Nuestro destino está hoy en manos de nueve grandes empresas de Estados Unidos y China. Por un lado, Amazon, Google, Apple, IBM, Microsoft y Facebook, que tienen grandes ideas sobre cómo resolver los mayores desafíos de la humanidad, pero que obedecen órdenes de sus accionistas. Por el otro, las empresas Baidu, Alibaba y Tencent cuyas acciones van ligadas al partido comunista chino. Y, en medio, nosotros. Las fuerzas externas que ejercen presión sobre esos nueve gigantes de tecnológicos conspiran en favor de sus propios intereses económicos y políticos.