En 1970, ante la incierta resaca dejada por el ciclo de protestas que había sacudido Occidente en 1968, Richard Sennett rastreó los orígenes de este malestar hasta las ciudades modernas en que moraban quienes lo padecían. Sería así como daría con el que sería uno de los principios rectores de todo su trabajo posterior: frente al afán regulador que había caracterizado toda la historia del urbanismo, la auténtica riqueza de las ciudades residía precisamente en el carácter caótico e incierto de su naturaleza desordenada, y solo las formas urbanas que fomentasen esta espontaneidad serían capaces de generar una comunidad política abierta, libre y vibrante. Cincuenta años después de su publicación, "Los usos del desorden" sigue siendo un texto fundamental para comprender la influencia que los espacios que habitamos ejercen sobre nuestro desarrollo personal y social, pero sobre todo para encontrar las vías por las que escapar de sus peligros reivindicando los efectos positivos que ciertas formas virtuosas de desorden pueden tener en nuestras vidas. Prólogo de Pablo Sendra
Los meses finales de la Segunda Guerra Mundial en Europa fueron el periodo más sangriento y destructivo de todo el conflicto; también el más confuso y menos conocido. Cada día, por término medio, treinta mil seres humanos perdían la vida en los distintos frentes, en las ciudades bombardeadas, en los convoyes de refugiados que huían del Ejército Rojo, en los navíos que se arriesgaban a navegar por el mar Báltico, en las prisiones y los campos de concentración, en los trenes, en los caminos por los que se evacuaba a los deportados…
Hitler fue el gran responsable de esta orgía de muerte y destrucción. Mermado por la enfermedad, acorralado, cuestionado u odiado por su propio pueblo, obligado a vivir bajo las bombas en un agujero húmedo, siguió alimentando la hoguera hasta el final.
Para comprender este horror, Jean Lopez hace una minuciosa reconstrucción de los últimos días del Führer, siguiéndole desde el 15 de enero de 1945, fecha de su regreso definitivo a Berlín, hasta su muerte, el 30 de abril, y aborda también algunos episodios importantes de ese periodo, como las marchas de la muerte, las verdaderas pérdidas militares alemanas o los crímenes de guerra soviéticos.
Este libro lo explica a partir del colapso de la izquierda. Aquella que creyó que la caída del ecosistema soviético en 1991 iba a devenir en una democracia liberal planetaria que, con sus más y sus menos, garantizaría un progreso apacible de la humanidad.
Sin embargo, a lo largo de las tres últimas décadas, los poderes realmente existentes han gangrenado la libertad y la democracia. Han empequeñecido el reparto de la riqueza y, para conseguirlo, ha resultado imprescindible la colaboración de amplios sectores de las élites políticas e intelectuales progresistas, que han transformado sus esperanzas frustradas en un profundo resentimiento contra todo lo que las hubo alimentado.
Para esa izquierda, la clase obrera conforma un populacho superado por la modernidad y la tecnología, incapaz de desprenderse de privilegios arcaicos y cuya nostalgia la asimila a la extrema derecha identitaria y racista. Al mismo tiempo, es la izquierda que defiende un Estado de seguridad que supuestamente protege a la población de las amenazas acechantes pero que, por el contrario, no para de reforzar el miedo, el odio y la persecución de chivos expiatorios. En definitiva, la izquierda que ha arrinconado la lucha de clases y que apuesta por un Estado de seguridad, va a amalgamarse con el racismo distinguido de los hombres poderosos y con el racismo vulgar de las clases subalternas alienadas.
Entonces, ante esta contrarrevolución en marcha, ¿qué hacer? Rancière tiene unas cuantas propuestas.