Pedro Martínez de Luna, Benedicto XIII, el Papa Luna. Tres formas diferentes de nombrar a un mismo personaje que ha pasado a la historia como la obstinación personificada por la firmeza de sus convicciones frente a Roma. Pocos conocen la verdadera dimensión de quien realmente urdió la unificación territorial de España que vería la luz con los Reyes Católicos. Una figura intelectual, política, religiosa e incluso guerrera (porque la guerra, como en cualquier otro mandatario del siglo XV, sería fundamental en su pontificado) en cuyo pensamiento y en cuya obra observamos la estela del proyecto que la Orden del Temple diseñó para la cristiandad occidental.
Custodio del santo Grial, poseedor de toda una armada naval, precursor de los Borgia y valedor de los Trastámara, Benedicto XIII protagonizó la apasionante historia de la resistencia del papado de Aviñón frente a Roma durante el Cisma e hizo de la villa castellonense de Peñíscola el centro de las miradas de España y del mundo. Su personalidad, su profundo ideal y sus dotes estratégicas lo convirtieron en una temible amenaza para sus adversarios (a los que fue viendo morir uno a uno hasta Martín V) y en un nombre familiar y popular entre las gentes. Su legado, hoy difuminado, se expande por mil senderos y lo dibuja, junto con las crónicas, como el personaje quizá más determinante de la Baja Edad Media en todo Occidente.
Una flor o una puesta de sol perfectas, repletas de color, Bob Marley y Marilyn Monroe, la naturaleza salvaje o un festival urbano, tu canción favorita, tus zapatos favoritos: las personas encontramos belleza en todos lados, aunque el concepto de belleza está asociado a muchos problemas y jerarquías sociales. Es difícil, y quizás inútil, descifrar qué es. Pero Crispin Sartwell argumenta en esta inmersión rápida que las reflexiones clásicas de alrededor del mundo sobre la naturaleza de la belleza pueden mejorar nuestro placer, abriéndonos al mundo y a las demás personas.
Según una de las citas más repetidas en las guías turísticas de Belgrado, atribuida al gran arquitecto Le Corbusier, Belgrado es «la ciudad más fea en el lugar más bonito». Miguel Roán, el autor de esta guía personal e intimista de la Ciudad Blanca, no solo desmiente que Le Corbusier dijese tal cosa, sino que nos descubre una de las ciudades más vitales y vibrantes de Europa. Por las páginas de este libro desfilan los lugares, escenas y personajes más característicos de Belgrado, la capital mundial del brutalismo, con construcciones tan emblemáticas como la Puerta del Oeste, el edificio Toblerone o el hotel Yugoslavia. Una ciudad donde las formas sólidas y contundentes albergan vida y el hormigón convive con la naturaleza, con sus ríos y parques, sus bares flotantes, los splavs, y sus kafanas, donde descansar, escuchar música, empaparse de sus olores y su ritmo casi frenético. Belgrado es una ciudad marcada por la historia, por su ubicación entre el Este y el Oeste, por su condición de ciudad fronteriza entre culturas y civilizaciones.
En 1854, Bécquer abandonó Sevilla con rumbo a la gloria literaria que deseaba alcanzar en Madrid, donde residiría durante sus años de madurez y lograría prestigio como escritor y editor de periódicos, sin llegar a ver publicada su poesía. Aunque no se olvidó de su ciudad natal, a la que dedicó páginas espléndidas en Maese Pérez el organista o La Venta de los Gatos, sus referencias a Sevilla, adonde oficialmente nunca regresó, son pocas en comparación con las dedicadas a Madrid, Soria o Toledo, lo que siempre ha constituido un enigma para sus biógrafos. Algunos, sin embargo, han elucubrado sobre la posibilidad de un último retorno, sobre todo a partir de textos anónimos habituales en la prensa del XIX en las cabeceras donde colaboraba, que reflejan con viveza las nuevas costumbres de la capital andaluza durante los últimos años del reinado de Isabel II, justo cuando declinaba esa época, todavía romántica, a la que Bécquer prestó el lenguaje emocional de su poesía. Es la verosimilitud de este anhelado regreso, reforzada por el hallazgo de seis cartas anónimas remitidas a El Contemporáneo en la primavera de 1862, año en que Gustavo Adolfo estrenó paternidad y se ausentó de Madrid, la que permite a José María Jurado García-Posada perseguir su posible rastro, evocando el lugar en fiestas que habría acogido al ilustre hijo pródigo, quizás ya más crítico que nostálgico.
Una copa de vino al día, según muchos médicos, es bueno para la salud. Más de una, puede llevarnos a la ruina. Sea dudoso o no el consejo para la salud del cuerpo, defiende Scruton, es indudablemente bueno para la salud del alma. Y no hay mejor acompañamiento que el vino cuando se trata de filosofar. La filosofía, con una copa en la mano, no solo enseña a beber pensando, sino a pensar bebiendo. Con sentido del humor, el autor ofrece un antídoto ante tantos disparates que hoy se escriben sobre el vino, y defiende con contundencia una bebida que está en el fundamento mismo de nuestra civilización. In vino veritas.
Francisco Fuster aborda en este ensayo el proceso de creación, el contexto de recepción y de difusión de El árbol de la ciencia. En cierto sentido, esta novela de Pío Baroja es un episodio nacional: las vicisitudes de un individuo concreto, Andrés Hurtado, los ataques que sufre, los desencantos que padece, ejemplifican y compendian los que sus compatriotas sufren y provocan con su acción o su inacción. El narrador deplora las anomalías clásicas de España, los desajustes que va a ir diagnosticando: la desidia, el abandono, la fuerza bruta, el cinismo. Y lo hace parafraseando a Hurtado, reproduciendo sus sentimientos y sus pensamientos.