Corre el año 1892. Argentina es una nación joven, pero se encuentra entre las más pujantes y desarrolladas del mundo. Dos misteriosos agentes de la policía federal llegan al pueblo de Quequén, en la costa atlántica, para ayudar a resolver un crimen. Dos niños han sido degollados y su madre, viva, aunque en estado catatónico, es la única testigo del hecho.
Uno de los agentes es Juan Vucetich, un inmigrante de origen croata que trae un método innovador: la dactiloscopia, una disciplina que permite identificar inequívocamente a una persona por el relieve único de las crestas capilares de los dedos de la mano. Si lograran resolver un crimen tan horroroso gracias a este procedimiento, Argentina tomaría la delantera geopolítica con un logro revolucionario para la administración de los países.
En concreto, la voz y las teclas de la máquina de la persona que está escribiendo esta novela. Ella sabe que es un personaje de novela y, por suerte, la novela es fascinante, divertidísima y profunda. Aunque a veces intentará cambiarla. Sus compañeros de historia son alucinantes. Por ejemplo, Laurence, su pareja, tiene una abuela encantadora y aparentemente inofensiva. Pero descubre que ella y una banda de espías podrían estar traficando con diamantes escondidos dentro del pan.
José María Fonollosa no es tanto un poeta marginado por la época como un poeta que decide marginarse de una época con la que no comulga. Cantó a las ciudades que lo conocieron, como si el enjambre de calles fuera el silencioso testigo de su paso por el mundo: Barcelona, La Habana, Nueva York. Y su canto no habla de la agustiniana ciudad de dios, sino del ser humano: del hombre que no encuentra su lugar en el mundo y menos entre otros hombres. Es, en definitiva, la suya una voz libre y cercana, un poeta que dice lo que piensa y que ofrece en sus versos un retrato acerado y valiente de las fobias, las ilusiones y los fracasos del hombre contemporáneo.