El camino de la vida sólo vio la luz en ruso en 1911, unos meses después de que Lev Tolstói falleciera en la estación ferroviaria de Astápovo. El libro, que había permanecido inédito en español, como un tesoro escondido, es la culminación de la obra moral del escritor y la expresión más completa de su pensamiento religioso: un destilado de máximas legadas por los sabios de todos los tiempos y de todas las tradiciones del mundo que le inspiraron sus propias reglas para el perfeccionamiento interior. Cada uno de los treinta y un capítulos que integran este volumen—uno por cada día del mes—conforman un singularísimo breviario espiritual destinado a «llevar una vida de bien» y contribuir así a la realización de una aspiración tan antigua como irrenunciable: la convivencia pacífica entre los individuos y los pueblos.
Desde hace varias décadas la presencia de la poesía inglesa en la vida cultural española ha superado el desconocimiento que secularmente, con notables excepciones, flotaba en nuestro ámbito literario y nuestros escritores, entre los que, pasada ya la fecunda influencia renacentista italiana, venía imponiendo sus leyes la canónica tradición literaria francesa. Pero de un tiempo a esta parte, desde hace algo ya más de medio siglo, tanto en los medios editoriales como en los hábitos lectores, no sólo la narrativa, el teatro y el ensayo anglosajones, sino también la poesía, han venido gozando de una gran proyección sobre la vida intelectual española. Hasta tal punto que nombres como, no solo los más divulgados de Poe y Whitman, sino más minoritarios y elitistas como los de Blake, Keats o Emily Dickinson, e incluso los de Pound, T. S.Eliot, o Auden, han dejado una viva impronta en nuestra más reciente poesía, floreciendo también una notable serie de traducciones de poetas ingleses y angloamericanos.
Mientras se iban publicando los relatos reunidos en el segundo volumen de estos Cuentos completos, entre 1909 y 1937, Edith Wharton se adentrará en el siglo xx, en el que vivirá las fracturas sociales del nacimiento del siglo, el conflicto de la I Guerra Mundial en primera persona, el periodo de entreguerras y el Crack del 29. Son los cuentos que aparecieron antes y después de su novela universal, La edad de la inocencia (Premio Pulitzer en 1921). Son sus décadas de mayor esplendor literario, donde su prosa alcanzó las mayores cotas de calidad y sus cuentos reflejaron como pocos el advenimiento de un nuevo mundo y una nueva sensibilidad.
Aunque el nombre de Edith Wharton sea bien conocido para un lector atento –fue la primera mujer en ganar el premio Pulitzer, estuvo nominada al Nobel en varias ocasiones, firmó más de cuarenta libros de todos los géneros–, aún queda mucho por conocer de una de las escritoras más difíciles de encasillar de la historia de la literatura: sus cuentos son un brillante ejercicio de pasión, síntesis, armonía, encanto discreto y un agudísimo sentido del humor que no han llegado a ser todo lo reivindicados que deberían. Este primer volumen de sus Cuentos completos, que comprende los escritos entre 1891 y 1908, nos ofrece una nueva visión de la autora de La edad de la inocencia que sorprenderá a no pocos y hará disfrutar a muchos.
Prologado por la escritora Clara Obligado, la traducción de este volumen corre a cargo de un compenetrado equipo de traductores –Emma Cotro, Maite Fernández Estañán, Eva Gallud y Juan Carlos García– que no solo ha logrado traernos la voz de Wharton de la mejor manera posible, sino hacerlo en el momento y de la forma que se merece.
Los setenta y tres cuentos y quince fragmentos reunidos en este volumen constituyen la obra narrativa completa de Katharine Mansfield (1888-1923). Su talento para revelar las melancólicas corrientes que fluyen bajo los pequeños incidentes de la vida cotidiana, y su tratamiento desapegado y aun así preciso y minucioso, le han valido la consideración de maestra indiscutible del cuento moderno. Cuadros de familia, escenas matrimoniales, episodios de soledad en parajes idílicos o en abigarrados lugares de tránsito, en Nueva Zelanda o en Europa, anécdotas de la convivencia pasadas por el filtro cáustico de la «conciencia psicológica”, componen su mundo narrativo, donde los momentos críticos de una vida siempre corren el peligro de pasar desapercibidos entre las triviales distracciones e irritaciones del quehacer doméstico. En su momento comparada con Chéjov, a veces pesimista y atroz, con un humor irreverente, hay en sus cuentos, sin embargo, momentos de iluminación y reconocimiento que explican «esta manía de seguir viva» que tal vez le pesa más que la anima. Sus personajes son víctimas, como señala Ana María Moix en el prólogo de esta edición, de la «enfermedad incurable» de «ser sólo el sueño de lo que pudieron ser».
Antes de que le cesen por su oposición a un proyecto apoyado por la emperatriz Eugenia de Montijo, Eugène Rougon presenta su dimisión como presidente del Consejo de Estado. Conserva su cargo de senador, pero su influencia se resiente considerablemente, para decepción de sus amigos –a los que se les llama «la banda»–, que dependían de él para obtener toda clase de prebendas. Entre ellos destaca Clorinde Balbi, hija de una oscura condesa italiana, más dispuesta que nadie a que Rougon recupere el favor del emperador Luis Napoleón III; no son amantes, él no quiere casarse con ella (de hecho cada uno se casa por su lado), pero entre los dos hay una constante tensión erótica que nunca se sabe cómo se va a resolver.