"Somos esa generación que en su infancia dejaba el mejor sitio de la mesa para el padre y que ahora se lo deja al hijo. Eso somos", dice Javier, el padre.
"La adolescencia puede ser un infierno. Basta con el cielo de los otros. Es suficiente con que te los imagines más felices y más guapos que tú y sin el nudo que sientes dentro", dice Inés, la hija.
Javier y Celia son un matrimonio de clase media con un hijo pequeño y una hija preadolescente. Él trabaja en una editorial y ella en un hospital; él arregla vidas de mentira y ella arregla vidas de verdad. Tratan de prosperar, se mudan a un barrio mejor, la cotidianidad. Podría ser la historia de muchos. Hasta que tiene lugar una excursión a Pirineos que lo cambia absolutamente todo.
Melisandra balancea sus piernas sobre el río que corre lentamente junto a la hacienda de su abuelo. Aguarda, con la calma propia de los habitantes de Fagua, la llegada anual de los contrabandistas que traerán las últimas noticias del mundo. Pero esta vez con ellos llega un forastero desconocido que le propone emprender juntos la aventura con la que siempre soñó.
Siguiendo el curso del río, internándose en la selva, dos jóvenes emprenden un viaje para encontrar Waslala, el paraíso en cuya búsqueda se perdieron los padres de Melisandra, un lugar utópico y legendario que parece haberse esfumado, dejando tan sólo la huella de un ideal imposible, un sueño maravilloso grabado en el recuerdo de unos pocos.
La alegría de vivir se fija en la infancia; toda la vida posterior procede de ese primer pálpito de la mirada sobre lo que sucede. Este libro narra dos infancias: la del nieto y la del autor, el abuelo. Las dos se unen en una indagación sencilla sobre la sorpresa con que un niño inaugura su relación con los otros y con la realidad: los números, el ascensor, el día, el mar, el adiós. Como si lo llevara de la mano a través de la galería de sus recuerdos, el abuelo habla del primer amor, de un cuchillo y del mundo entero.