Cuando en 1953 se estrenó en París Esperando a Godot, pocos sabían quién era Samuel Beckett, salvo, quizá, los que ya lo conocían como exsecretario de otro irlandés no menos genial: James Joyce. Por aquellas fechas, Beckett tenía escrita ya gran parte de su obra literaria; sin embargo, para muchos pasó a ser «el autor de Esperando a Godot». Se dice que, desde aquella primera puesta en escena -que causó estupefacción y obtuvo tanto éxito- hasta nuestros días, no ha habido año en que, en algún lugar del planeta, no se haya representado Esperando a Godot. El propio Beckett comentó en cierta ocasión, poco después de recibir el Premio Novel de Literatura en 1969, que Esperando a Godot era una obra «horriblemente cómica». Sí, todo lo horriblemente cómica que puede resultar la situación de dos seres cuya grotesca vida se funda en la vana espera de ese ser al que llaman Godot.
En la primavera de 1938, monsieur Pierre Pain, acupuntor y seguidor convencido de las teorías mesméricas, recibe el cometido de tratar el hipo de un sudamericano abandonado a su poca suerte y escasos medios en un hospital de París. Lo que a priori parecía un extraño caso de fiebre alta, no obstante, se presenta ante sus ojos como un entramado de proporciones inimaginables y abre la puerta a preguntas cuyas respuestas Paín tendrá que desvelar.
"Cuando la gente ve fantasmas, siempre ve primero a sí misma", afirma Stephen King, y pocas reflexiones servirían mejor que esta como moraleja de sus historias: el mundo de la fantasía está poblado por las sombras de la consiencia.Los relatos de Pesadillas y alucinaciones son otros tantos retazos de esas sombras, las que enturbian los límites entre el sueño y la vigilia, la realidad y el horror que subyace en lo real: desde la historia de una venganza tan terrible como merecida, hasta el pueblo habitado por los fantasmas de los rockeros muertos, pasando por vampiros con fuerte instinto paternal, niños demoníacos o un insólito doctor Watson que descubre un caso antes que Sherlock Holmes.
En una cabaña aislada, desnuda y esposada a la cabacera de la cama, Jessie asiste inerme al macabro desenlace del juego erótico de Gerald, el hombre con quien ha convivido durante veinte años y que está tendido en el suelo junto al lecho. Acuciada por el hambre y la sed, asediada por los fantasmas del pasado, adquiere conciencia de que la realidad es más pavorosa que la peor de sus pesadillas.
William Faulkner rinde homenaje a la aviación, un mundo de seres temerarios que no dudan en poner su vida en peligro por un instante de gloria en el aire, ante la mirada de asombro de los asistentes al espectáculo de vuelo. En este escenario se desarrolla la historia de un original trío amoroso formado por la rubia Laverne, Roger Shumann y un paracaidista, personaje oscuro, siempre cojeante. Junto a ellos un reportero sin nombre, en el que no resulta difícil reconocer rasgos del propio autor. Durante los días que dure el festival aéreo, se dejará arrastrar por estas personas extraordinarias que parecen vivir solo para sus máquinas de volar.
Su mujer se llamaba Magda. Lo fusilaron entre dos ladrones. Resucitó. Era cabo de un regimiento francés que en la Primera Guerra Mundial se negaba a atacar al enemigo, en un imposible intento de aplicar los principios del pacifismo en pleno campo de batalla. Una fábula, que se publicó por primera vez en 1954 y galardonada con el Premio Pulitzer ese mismo año, es una de las novelas grandes de William Faulkner; y una de las visiones más cínicas, despiadadas y lúcidas del mundo y la guerra. Este libro desolador transmite, sin embargo, la esperanza. El ser humano prevalece. El destino se ocupa de vengarlo, con un desenlace desmesuradamente glorioso. Esta es la novela que podría acabar con todas las guerras si los gobernantes enloquecidos leyeran novelas.