Un libro que confirma a Annie Dillard como una de las más importantes escritoras vivas.
Los grandes escritores de 'nature writing' son capaces de observar la naturaleza con una agudeza singular y construir un relato que permita al lector viajar hasta esos mundos tan ajenos a nuestra cotidianeidad. Dillard, sin embargo, va más allá. Ve a través de las grietas por las que el mundo se deshilvana y se reteje, donde los fenómenos más dispares encuentran su vínculo. Dillard es hija de Thoreau, pero también del Maestro Eckhart. Es una incansable exploradora: da igual que nos hable de un viaje a las Galápagos, a la Antártida o a las colinas que la rodean: allá donde se posa su mirada la belleza del mundo arrasa sus pupilas, y sus palabras, como la mejor poesía, dan cuenta de esa lucha por transmitir el misterio último de una emoción que carece de lenguaje.
Sir Charles Cartwright debería habérselo pensado dos veces antes de invitar a cenar a trece personas en su casa. Pues la velada concluye con uno de los invitados muerto tras haber ingerido un cóctel en el que no se encuentra ningún rastro de veneno.
Hasta el momento, nada que pueda sorprender al detective belga. Lo que sí resulta sorprendente para Poirot es que no haya ni un solo motivo que pueda explicar el asesinato.
Año 2.000 a. de C., Egipto, lugar en el que la muerte da sentido a la vida. A los pies de un acantilado se encuentra el cuerpo destrozado y retorcido de Nofret, la concubina del sacerdote de Tebas, Imhotep. Joven, hermosa y de lengua viperina, la mayoría estaría de acuerdo en que ha sido el destino: ¡merecía morir como una víbora!
Desde ese instante una maldición parece cernirse sobre los miembros de la familia de Imhotep, víctima de una serie de asesinatos. Pero Renisenb, la única hija de Imhotep, su sabia abuela y el escriba del clan sospechan que detrás de las muertes no se encuentra el espíritu de la concubina que ha vuelto para vengarse, sino un asesino bastante más terrenal.