Siempre he sostenido que mis ensayos, o “lecturas” de novelas, como los defino, no tienen nada de sagrado; que las opiniones que vierto en ellos, no están escritas en tablas de piedra. Constan sencillamente de análisis detallados del contenido de las obras abordadas. Raramente entro en cuestiones de valorización del material en términos de tendencias literarias, lenguaje, estilo y cosas similares. No lo hago porque nunca me : interesó con relación a ninguna novela. A mí, en lo personal, siempre me fascinaron los personajes de una obra, sus actuaciones, las ideas y los sentimientos que representan. De ahí que, muchas veces, los análisis penetran hondo en las mismas entrañas de la novela. A menudo llegan a explicar cuáles fueron, y qué tan justificadas o no, las intenciones que el autor tuvo en escribirla. También, el sentido de su contenido dentro de la sociedad que la produjo. Este procedimiento, como puede fácilmente deducirse, me ha creado en el tiempo no pocos problemas con los novelistas, quienes, al leer ciertas inesperadas conclusiones, se sintieron íntimamente heridos en su orgullo. “¿Cómo se atrevió a decir eso de mi obra?”, fue su reacción. Se olvida, cualquiera de ellos, que una vez la óbra es publicada, ya no le pertenece al autor. Que es mejor que se olvide de ella y deje que tome su propio camino. Una obra no depende nunca de la opinión, positiva o negativa, de ningún crítico. Depende exclusivamente de su excelencia y la aprobación que logró alcanzar ante el público.