Esta novela tiene una estructura singular. Tras una primera parte en la que el talento deductivo del inquilino más famoso del número 221B de Baker Street brilla más que nunca a la hora de enfrentarse a su antagonista el profesor Moriarty y descubrir al culpable de un asesinato imposible, Doyle nos ofrece un flashback ambientado en el mundo de las bandas criminales en la Pensilvania del siglo XIX que nos ayuda a comprender el origen del conflicto.
Emma Woodhouse no es la típica heroína de Jane Austen: no es dependiente, no tiene un status y una economía precarios, y no necesita, para asegurar su futuro, cazar marido. Al contrario, es una joven «inteligente, bella y rica», que no aspira al matrimonio y que rige como por derecho natural los destinos de la pequeña comunidad de Highbury. Emma (1816) es una fulgurante comedia de equívocos, llena de ocultaciones, intrigas y errores que muchas veces ins*piran vergüenza ajena, pero en la que el sentido del ridículo sirve como vehículo para el acierto, la franqueza y la sensatez. Esta traducción de Sergio Pitol se acompaña con las célebres ilustraciones de Hugh Thomson para la edición de 1896.
Emma Woodhouse, la hija de un rico terrateniente, se muda al pequeño pueblo de Hartfield. Aburrida de su plácida vida junto a su padre, se dedicará en cuerpo y alma a su pasatiempo favorito: hacer de casamentera entre sus conocidos y jugar con sus vidas a su antojo. Sólo George Knightley será capaz de enfrentarse a Emma y criticar duramente su comportamiento, lo que provocará una deliciosa pugna entre ambos.
El narrador de En busca del tiempo perdido cuenta cómo se forma y se decide una vocación de escritor cuando el poder de la impresión sensorial es tan grande que debe salvar una ardua distancia para convertirse en lenguaje. Pero la novela no es solo un magnífico estudio de psicología de la percepción, sino también una crónica tan fidedigna como mordaz de la Belle Époque. Ofrecemos aquí, en una nueva traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego, el primer volumen con las dos primeras partes de esta obra magna, Por donde vive Swann (1913) y A la sombra de las muchachas en flor (1917), centradas en la infancia y adolescencia del narrador, en sus primeros amores y todas sus ansiedades, placeres y decepciones.
En busca del tiempo perdido, el joven narrador sigue persiguiendo, sin encontrarla, su «vocación invisible» de escritor: «Le resulta a usted más entretenido no hacer nada», le dice su amigo Saint-Loup. Aunque va acumulando nuevas decepciones, lo encontramos más templado, algo menos introspectivo. Su gran iniciación es ahora en la antiquísima aristocracia del Faubourg Saint-Germain, un mundo tan jerarquizado y con tantas capas que moverse por ellas exige la pericia de un malabarista: el temor a no estar a la altura en una cena, las rivalidades y deseos de emulación entre familias y salones, los ingenios y los desprecios componen un cuadro de ansiedad social que despierta tanta admiración como burla. Vuelven a aparecer los temas del amor como «creación ficticia» y de las ambiguas conexiones entre sensibilidad y memoria, pero esta vez en un marco histórico determinado por el furor antisemita que produjo el caso Dreyfus. Gracias a él muchos advenedizos pertenecientes a «la Liga de la Patria Francesa y no sé qué más» consiguen colarse en los altos estamentos, «como si una opinión política fuera una calificación social»; y por culpa de él se pelean entre sí los mayordomos de distintas casas, que tienen una forma de pensar tan compleja como la de sus señores. El temible cronista de sociedad que siempre fue Proust despliega aquí la herencia balzaquiana en todo su esplendor e impregna incluso la representación compasiva de la intimidad y el dolor.
Proust fue uno de los primeros novelistas en tratar por extenso la homosexualidad de hombres y mujeres y considerarla parte de la vida humana, donde en su tiempo se desplegaba secretamente en una duplicidad a la vez psicológica y social. Gran parte de Sodoma y Gomorra (1921-1922) gira en torno al barón de Charlus, ignorante de que sus inclinaciones son un secreto a voces, pero que deslumbra con su linaje, que se remonta a los principios de la historia de Francia, a los jóvenes «inferiores» con los que se relaciona y le causan no pocos disgustos. Pero gira también en torno a Balbec y a Albertine, al «andar persiguiendo fantasmas» de un narrador que avanza en «el camino funesto y destinado a resultar doloroso del Saber». En La prisionera (publicada póstumamente en 1923), el narrador se lleva a Albertine a vivir a su casa en París y la vigila constantemente, buscando en las frases más insignificantes, en los silencios, en las contradicciones, indicios de que le es, ha sido o será infiel.