En Mortal y rosa, sobrecogedora y tierna elegía de la infancia, Francisco Umbral evoca la muerte de su hijo. Desde la inhóspita revelación de la pérdida, el escritor construye un largo monólogo en que la muerte actúa como coartada maravillosa que convierte su pesadilla humana en una fuerza catártica y liberadora. Francisco Umbral procura el reencuentro en la evocación, y cada sensación es un continuo superar la existencia inerte, cada objeto, una excusa para la reflexión: «sillas de paja infantil, graves mecedoras, caballos de crin celeste me preguntan por ti, se preguntan por ti». Con «esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito» —verso de Pedro Salinas que preludia el texto—, el escritor aborda una cantata de belleza y originalidad máximas, que desborda todos los rencores, porque, como señala en una frase que bien pudiera glosar la obra, «el hijo es un relámpago de futuro que nos deslumbra. Por él, por mi hijo, he visto más allá, más adentro, y más lejos, y quizás, ay, eso basta».
En noviembre de 1918, tan solo unos días antes del armisticio, el teniente d'Aulnay-Pradelle ordena una absurda ofensiva que culminará con los soldados Albert Maillard y Édouard Péricourt gravemente heridos, en un confuso y dramático incidente que ligará sus destinos inexorablemente.
Édouard, de familia adinerada y con un talento excepcional para el dibujo, ha sufrido una horrible mutilación y se niega a reencontrarse con su padre y su hermana. Albert, de origen humilde y carácter pusilánime, concilia el sueño abrazado a una cabeza de caballo de cartón y está dispuesto a lo indecible con tal de compensar a Édouard, a quien debe la vida. Y Pradelle, aristócrata venido a menos, cínico y mujeriego, está obsesionado con recuperar su estatus social.
De regreso en París, los tres excombatientes se rebelarán contra una realidad que los condena a la miseria y al olvido. Así, Édouard pergeña una ingeniosísima estafa con el fin de vengarse de su progenitor, que siempre lo repudió por su sensibilidad y sus habilidades artísticas. De paso quiere ayudar al fiel Albert, cuyo prurito es huir a las antípodas para olvidar a Cécile, su amor perdido. Aunque tal vez el más ambicioso sea Pradelle, que sacudirá la conciencia de Francia entera mediante una monumental operación delictiva concebida para amasar una rápida fortuna. Los escollos son considerables, pero la voluntad de los tres parece infinita.
Esta Primavera de 1940. Louise Belmont, de treinta años, corre desnuda y recubierta de sangre por el bulevar de Montparnasse. Para entender la macabra situación que acaba de vivir, esta joven maestra deberá sumergirse en la locura de un momento histórico sin parangón: mientras las tropas alemanas avanzan de forma implacable hacia París y el ejército francés está en plena desbandada, cientos de miles de personas aterrorizadas huyen en busca de un lugar más seguro. Atrapada en este éxodo sin precedentes, y a merced de las bombas germanas y de los azares del destino, la vida de Louise acabará cruzándose en un campamento del Loira con las de dos soldados desertores de la línea Maginot, un apasionado subteniente fiel a sus principios morales y un histriónico sacerdote capaz de plantar cara al enemigo.
La crítica ha dicho...
«Una eléctrica novela coral, a caballo entre el género negro y el histórico, ambientada en 1940, cuando los tanques nazis están entrando en París. Un año que guarda inquietantes paralelismos con la actualidad.»
Truman Capote fue un maestro de las formas breves y un agudo observador y cronista de su época. Las semblanzas que reúne en este volumen son una buena muestra de ambas virtudes. Capote escribe –a veces con ternura, otras con perfidia, siempre con un estilo admirable– sobre figuras que han conformado nuestro imaginario colectivo, trazando una serie de magistrales retratos como el dedicado a las andanzas japonesas de Marlon Brando durante el rodaje de Sayonara; el ya mítico perfil de Marilyn Monroe; una bellísima rememoración en claroscuro de Tennessee Williams; una emotiva aproximación a Elizabeth Taylor; un acercamiento a «esa leyenda moderna» que fue Jane Bowles y otro al arte fotográfico de Cecil Beaton.
Y son precisamente los retratos de otro fotógrafo, Richard Avedon, los que inspiran a Capote una serie de certeros perfiles, empezando por el del propio Avedon, y luego, pasando revista a un socarrón John Huston, un ambivalente Chaplin, una coqueta Coco Chanel, un moribundo Somerset Maugham, un errante Ezra Pound, una anciana y fascinante Isak Dinesen, una Mae West de carne y hueso, un Louis Armstrong captado desde la mirada infantil, un Gide que reflexiona sobre Cocteau, un Bogart retratado a través de sus palabras fetiche, un Picasso tan genial que podría provocar instintos asesinos y un Duchamp iconoclasta que bien podría ser su reverso.
Con apenas diecisiete años, Manuela entra a trabajar como criada en la mansión de los marqueses de Armayor. Rodeada de un lujo que contrasta con la pobreza de su aldea natal, la joven conocerá la arrogancia y el desamor, pero también el arte de la costura, al tiempo que entablará una amistad inquebrantable con la única heredera de la familia, Alexandra.
Años después, y pese a pertenecer a mundos muy distintos, su amiga será su mayor apoyo cuando la Guerra Civil obligue a Manuela a separarse de su hija Telva, enviada a Rusia junto con otros niños de la zona republicana, y también cuando intente recuperarla décadas más tarde, aunque para ello deba arriesgarlo todo.
La añoranza de Telva, un destino en ocasiones desalmado y una gran historia de amor marcarán la vida de Manuela. Una vida que se extenderá a lo largo de un siglo convulso y lleno de contrastes, magistralmente reflejado por Ana Lena Rivera en las páginas de esta novela que se lee con la emoción a flor de piel.
Ya han pasado más de dos años desde que el comisario Georges Dupin fue «forzosamente trasladado» a lo que él considera el fin del mundo: Concarneau, en la costa bretona. Allí nunca pasa nada, aparte de los atascos en verano, cuando toda la región se convierte en el destino turístico por excelencia.
Pero una mañana de julio, al inicio de la temporada alta, recibe una llamada. En el idílico pueblo cercano de Pont-Aven se ha cometido un asesinato incomprensible. Pierre-Louis Pennec, el dueño del legendario hotel Central, en el que a finales del siglo XIX se alojaron Paul Gauguin y otros pintores famosos, ha sido brutalmente apuñalado. ¿Quién querría matar a un anciano de noventa y un años, una bellísima persona? ¿Y por qué?
Cuando poco después aparece un segundo cadáver en la costa, Dupin comprende que tiene entre manos un caso más complejo de lo esperado. Aunque la presión de los políticos locales aumenta, y los habitantes de Pont-Aven guardan un silencio obstinado, el comisario, a quien no siempre le resulta fácil morderse la lengua, se mantiene fiel a su peculiar estilo de investigación. Y es que la pregunta inesperada puede arrojar la pista que hasta entonces estaba eludiéndole, y sacar a la luz un secreto por el que valdría la pena matar.