5 de abril de 2019: la primavera despunta en Brooklyn y en el hogar de los Walker-Byrne la felicidad doméstica se resquebraja lentamente. Dan e Isabel han empezado a distanciarse, y el hecho de que Robbie, el encantador y frágil hermano de ella, al que todos adoran, deba abandonar la casa no es algo que ayude. Mientras este busca apartamento e intenta superar su último fracaso sentimental ocultándose tras un glamuroso avatar en las redes, Nathan, el hijo de diez años, da pasos inseguros hacia la adolescencia y su hermana Violet, de cinco, hace lo posible por aliviar el desencanto familiar.
Tenerife, islas Canarias, 1940. Tamara lleva media vida al servicio de los Finley, una familia de origen británico afincada en la isla que dirige un hotel de lujo y una hacienda platanera. Un mes después de la extraña desaparición de su padre, la joven criada recibe en la hacienda a una huésped muy especial, Erika Hoffmann, antropóloga alemana de prestigio a la que debe asistir durante su estancia. Lo desconcertante son los motivos secretos que han llevado a esta mujer a Canarias, pero, sobre todo, que la científica se aloja en la Casa Amarilla, una pequeña vivienda atrapada entre las fincas de la hacienda que lleva años cerrada y a la que los empleados tienen prohibida la entrada. Para Tamara es un lugar maldito, pues su padre le contó todo tipo de historias sobre ese sitio. Y las leyendas parecen ser ciertas. A partir de este momento, las vidas de Tamara y de Erika cambiarán para siempre.
Alguna noche, suelo ubicar mis horas en la serenidad del barrio de
Almagro: empresa que tiene su poco de catástrofe en cada punta, pues
para ir y volver es obligatorio descender a la tierra como los muertos e
incluirse en una hilera de ajetreos que hay entre la plaza de Mayo y la
estación Loria, y resurgir con una sensación de milagro incómodo y de
personalidad barajada, al mundo en que hay cielo. Claro está que esas
plutónicas y agachadas andanzas tienen su compensación: tal vez la más
segura es poder considerar ese grande y bien iluminado plano de Buenos
Aires que ilustra las paredes enterradas de los andenes. ¡Qué maravilla
definida y prolija es un plano de Buenos Aires! Los barrios ya pesados
de recuerdos, los que tienen cargado el nombre: la Recoleta, el Once,
Palermo, Villa Alvear, Villa Urquiza; los barrios allegados por una
amistad o una caminata: Saavedra, Núñez, los Patricios, el Sur; los
barrios en que no estuve nunca y que la fantasía puede rellenar de
torres de colores, de novias, de compadritos que caminan bailando, de
puestas de sol que nunca se apagan, de ángeles: Pueblo Piñeiro, San
Cristóbal, Villa Domínico.
El 14 de febrero de 1942, el Vyner Brooke, un barco mercante que transportaba a un grupo desesperado de expatriados que huían de Singapur fue hundido por bombarderos japoneses. Aunque muchos de los pasajeros se ahogaron de inmediato, Nesta, enfermera australiana y Norah sobrevivieron milagrosamente pero fueron tomadas como prisioneras de guerra y trasladadas a campos.
Durante casi cuatro años, junto con cientos de mujeres y niños, lucharon por sobrevivir, contra enfermedades, el hambre y la brutalidad impensable infligida por los soldados japoneses y consiguieron encontrar, en sí mismas y juntas, un coraje e ingenio extraordinarios.
Un anciano se sienta en una habitación, con una única puerta y ventana, una cama, un escritorio y una silla. Cada día despierta sin memoria, sin saber si está encerrado o no. Sobre el escritorio, unas inquietantes fotografías y un manuscrito, la historia de otro prisionero en un mundo alternativo que no reconoce. Anna, una mujer de mediana edad, entra para hablarle de pastillas y tratamiento, pero también de amor y promesas. ¿Quién es este Míster Blank y cuál es su destino? ¿Tendrá tiempo suficiente para dar sentido a las pistas que surgen?
En los momentos cruciales de su infancia, la niña siempre tenía a mano una naranja: la agarraba, la pelaba y la comía como si esa pieza de fruta fuera a consolarla de todos sus males. Más tarde descubrió una fruta distinta, más sabrosa, que había que comer a escondidas, lejos de las habladurías de la gente y de la mirada inquisidora de su madre; era una fruta prohibida, pero valía la pena correr el riesgo y disfrutar de aquella delicia.
Adoptada por un matrimonio evangélico de una pequeña ciudad industrial inglesa, la niña creció a la sombra del fervor religioso de toda una comunidad. Los primeros años de su vida fueron un ir y venir entre feligreses seducidos por los sermones y las palabras de la Biblia, pero cuando tenía poco más de diez años la niña supo que ella era distinta y que las leyes de su cuerpo la llevarían a descubrir otra forma de amar.