Magnéticos e irresistibles. En cada uno de los cuentos de El buen mal, Samanta Schweblin nos abduce a otra dimensión donde quedamos en contacto íntimo con sus personajes. Encandilados por el fulgor de la inminente tragedia, vulnerables y profundamente humanos, advierten cuánto podría transformarlos la irrupción de lo inesperado. A algunos los dejará de pie frente al dolor, a otros dialogando con la culpa y a todos atravesados por la incertidumbre. ¿Importa saber qué es verdad? Se trata, de principio a fin, de ser partícipes de un fenomenal artificio literario. Con inédita perspicacia, Schweblin intuye el punto de quiebre de una voluntad, la intensidad premonitoria de un temblor y la lejanía que impone la ternura. Conoce la mejor de las infinitas posibilidades de una historia y el modo de encajar las piezas de una trama para dar con un gran relato que se hunda y proyecte, oscurezca e ilumine el día a día de la época y el alma de quienes la habitan. En su literatura, premiada internacionalmente, los filos entre realidad y ensueño deslumbran como los de un cuchillo.
Un pequeño castillo de caza en Hungría, al pie de los Cárpatos, donde alguna vez se celebraron fastuosas veladas y la música de Chopin inundaba los elegantes salones decorados al estilo francés, ha cambiado radicalmente de aspecto. El esplendor de antaño se ha desvanecido, todo anuncia el final de una época.
En ese escenario cargado de vivencias, dos hombres se citan para cenar tras cuarenta años sin verse. De jóvenes habían sido amigos inseparables, pero luego sus caminos se bifurcaron: uno se marchó a Extremo Oriente y el otro, en cambio, permaneció hasta hoy en su propiedad. Sin embargo, ambos han vivido a la espera de este momento, pues entre ellos se interpone un secreto de una fuerza singular. Todo converge en un duelo sin armas, aunque tal vez mucho más cruel, cuyo punto en común es el recuerdo imborrable de una mujer.
Como ocurre con toda la obra de Aurora Venturini, estos cuentos fueron escritos desde las tripas, y también desde un lugar periférico del lenguaje y la literatura. Sus páginas las recorre una galería de personajes extraños y deformes. Porque esa ha sido siempre la manera como Venturini perfila sus historias, abordándolo todo con una mirada extravagante. Aquí desfilan gatos absorbidos por un tornado, niñas que nacen con un bulto negro en el cuello, una maestra que se enamora de un ventrílocuo de circo. Y viejos y mujeres que pegan a sus hijas. Dueña de un estilo excepcional, lírico y sórdido a la vez, Aurora Venturini narra de manera irrefrenable las zonas perversas y macabras del mundo, y atrapa a estos raros personajes antes de que se evaporen. Divididos en dos partes, El marido de mi madrastra y Hadas, brujas y señoritas, estos relatos trasmiten su particular manera de entender la literatura y la vida, dos espacios tomados casi siempre por la oscuridad, pero con algunos fogonazos breves de una luminosidad que hiere.
El recuerdo de un viaje al sur de Chile se convierte para Marco en un fragmento clave en la construcción de su pasado y su identidad: fue la única vez que se sintió cercano a su padre. En el presente, cumplidos los cincuenta, reflexiona acerca del papel que tuvieron en su vida ese hombre poderoso e inaccesible, su familia de raíces conservadoras y machistas, y el rigor de la época en que le tocó crecer.
La erupción del volcán Villarrica a fines de 1971 y otros desastres naturales que vuelven a su mente con insistencia sirven de augurio y metáfora de los cataclismos personales que le tocaría vivir. Asistimos al paso que da Marco desde la cima de su infancia hacia los territorios de la sexualidad, con su carga de miedo e incertidumbre, y luego a la ruptura con el orden familiar. Mientras el país se encorva bajo la dictadura, Marco vive el rechazo de su mundo como una catástrofe y su mundo vive su diferencia como una fatalidad.
Durante su estancia en un país desconocido, Han Kang se ve abordada por una apremiante necesidad de escribir sobre el color blanco. Es su forma de dar sentido a una tragedia que la ha atormentado siempre: la prematura muerte de su hermana, a las pocas horas de nacer; alguien a quien no llegó a conocer y a quien parece haber sustituido. Invocar los recuerdos que la vinculan con el blanco será su forma de conversar con ella, de evocar su rostro, de sepultarla íntimamente en la escritura.
A las dos de la tarde del 8 de enero de 2007, Rosa Bazzi y Olindo Romano abandonan el pueblo lombardo de Erba en un coche patrulla de los carabinieri. Creen que la intención de los agentes es ponerlos a salvo de los periodistas que asedian su casa, pero en menos de una hora se encuentran en la prisión del Bassone. Pronto los medios de comunicación y la opinión pública los bautizan como «los monstruos de Erba», acusados de asesinar a cuatro vecinos —tres de ellos miembros de una misma familia, incluyendo un niño de dos años—, y el matrimonio se enfrenta a una condena a cadena perpetua, y a lo que a sus ojos resulta aún mucho peor: la separación.
La escritora Alessandra Carati, finalista del Premio Strega, impactada por un caso que todavía hoy conmociona a toda Italia, conoce a la presunta asesina a principios de 2019 y la visita cada semana entre julio y febrero del año siguiente. «Ahora me desahogo contigo como con el capellán», le dice Rosy.