Saltar la hoguera se inserta ya de forma plena en la senda del intimismo despojado y la contención expresiva que La víspera nos permitía intuir. Consciente más que nunca de que un poema no es lo mismo que la realidad, pero también de que, a cambio de esa certeza, la lectura nos devuelve todo aquello que merece la pena preservarse.
En Una extraña ciencia, Julio Rodríguez ahonda en la línea poética que ha empezado a construir desde su primer libro: una poesía fresca y cercana, intensa pero contenida, que brilla con luz propia. Los poemas recogidos en este volumen plantean de manera magistral esa extraña ciencia de vivir, hablándonos sin tapujos de las pequeñas derrotas y satisfacciones cotidianas y haciendo una lectura del amor fuera de tópico
Michael Hudson acaba de salir de la cárcel. Se ha librado de una condena larga gracias a Phil Ornazian, un detective que ha movido los hilos para que retiren la denuncia que pesaba sobre el chico. Decidido a reformarse, Michael quiere buscar un trabajo honrado y llevar una vida tranquila en Washington D. C. Pero Ornazian quiere que le devuelva el favor, y le presiona para que le ayude a dar un último golpe…
Freddy Frenger, Jr., un encantador psicópata de California, acaba de aterrizar en Miami con los bolsillos llenos de tarjetas de crédito robadas y ganas de armarla gorda. Después de una condena en San Quintín, quiere empezar de nuevo en otro estado sin que lo consideren reincidente. En su camino se cruza el sargento Hoke Moseley, un policía con una vida desastrosa, un coche abollado y un aspecto desaliñado, pero implacable en su trabajo. Criminal y policía intuyen que la ciudad no es suficientemente grande para los dos, pero Freddy es quien golpea primero: le roba al sargento su placa, su arma y su dentadura postiza. El duelo está servido.
Pasar las manos sobre el cuerpo inerte
de este siglo maltrecho, de esta herida callada
que viste los silencios de cuchillos
y me acompaña cerca cuando viajo
más allá de la línea de costa
que hace equilibrio en tus ojeras.
Entonces aparece el perfil nítido
de la ciudad perdida y pienso en cómo
he llegado hasta aquí, a este lugar
donde el tiempo desnuda el desconsuelo
y la felicidad sabe prender
en los vasos vacíos de la noche.
Y cuando nada quede del naufragio,
haré memoria con los pies
haré memoria donde la ciudad
prenda su cabellera y de su caos
pueda inhalar
la certeza de un puzzle revelado al instante.
COMO quien debe recorrer
muchos kilómetros
para cumplir un conjuro,
llevo las semillas
de la selva lacandona
al Viejo Mundo
y las pierdo allí.
En el viaje tenemos la sensación
de que todo está por hacerse,
que podemos ser otros,
que el deseo no ha muerto.
Vamos de un país a otro
sin volver a casa
y sentimos que somos
dos veces extranjeros.