Instalada en el cansancio crónico, fruto de una inespecífica dolencia, la narradora de esta novela decide ingresar en una clínica de lujo eficazmente diseñada para restaurar cuerpos enfermos. Allí se rodea de un selecto grupo de pacientes que, como ella, se entregan a los tratamientos —algunos secretos y otros experimentales— que les suministran en el sótano del edificio. Entre sus compañeros se encuentra Rubén, que actúa como maestro de ceremonias, y su mujer Dolores, con quien la protagonista entabla una amistad incierta. También la señora Goosens y su sobrino Adolfo, que parecen sanar y empeorar, respectivamente, a ritmos sospechosos. En común tienen una máxima: «Las miserias nos las callamos todos por dignidad.» Pero cuando la mejoría física de la protagonista no llega, cuando las dinámicas del grupo parecen obligar a sus integrantes a elegir entre soledad o tiranía, los recelos emergen.
«Schubert: una criatura pintada en óleo sobre cobre, un hombre que despierta la sed en quienes lo miran, un personaje de cuyo pecho parte el kilómetro cero de una isla que la intérprete se propuso contar, aunque del intento quedara, apenas, este puñado de sal. Bienvenidos a la isla del doctor Schubert».
En este relato de imaginación desbordante y gran belleza, Karina Sainz Borgo mezcla la realidad con lo fantástico y el mito para levantar, con una prosa cuidadísima y muy poética, un mundo nuevo centrado en una isla imaginaria donde habita el doctor Schubert, medio médico y medio aventurero.
Es de noche y en el puerto de Barcelona un guardia hace su ronda cuando su pastora alemana se para en seco a olfatear desesperadamente un contenedor. Al llegar, los mossos d’esquadra hallan en su interior a una mujer en posición fetal, inconsciente y deshidratada. Tiene una brecha en la sien, quemaduras en la cara y el cuerpo, y no recuerda quién es ni cuál es su lengua materna, pero está viva. Mientras se recupera en el Hospital Clínic, un hombre intenta asesinarla. La inspectora Anna Ripoll, experta en trata de mujeres, parece haber dado con su identidad y su dirección: Alicia Garone; 19, rue du Chariot, Lyon. En la ciudad francesa el inspector Erik Zapori busca el modo de librarse de la investigación a la que asuntos internos lo está sometiendo por delitos de corrupción y proxenetismo. Nada mejor que viajar a España a ayudar en la resolución de un caso, aunque puede que este sea el más complejo de su vida.
Melisandra balancea sus piernas sobre el río que corre lentamente junto a la hacienda de su abuelo. Aguarda, con la calma propia de los habitantes de Fagua, la llegada anual de los contrabandistas que traerán las últimas noticias del mundo. Pero esta vez con ellos llega un forastero desconocido que le propone emprender juntos la aventura con la que siempre soñó.
Siguiendo el curso del río, internándose en la selva, dos jóvenes emprenden un viaje para encontrar Waslala, el paraíso en cuya búsqueda se perdieron los padres de Melisandra, un lugar utópico y legendario que parece haberse esfumado, dejando tan sólo la huella de un ideal imposible, un sueño maravilloso grabado en el recuerdo de unos pocos.
Javier Serena nos remite en La estación Baldía al ambiente de la inmediata posguerra civil, donde los rescoldos del drama humano son patentes en una sociedad rota por la guerra. La mezquindad humana, la necedad y la crueldad que poblaron la guerra, aparecen entreveradas de signos de humanidad y compasión capaces de rescatar la fe en el ser humano, dentro del gris mosaico de una sociedad desgarrada. La difícil vida de las mujeres en este tiempo y este lugar está personificada en la heroína de la novela, que encarna a toda una generación.
Últimas palabras en la Tierra cuenta el final de una historia. También el principio. La historia de un hombre al que llamaremos Ricardo Funes, aunque ese no sea su nombre verdadero. Las tres voces que repasan la existencia desesperada de este escritor, pocos años antes de su éxito y de su muerte temprana, nos adentran en las luces y sombras de una vocación imposible de abandonar. Su entrega visceral a la escritura y el ostracismo que sufrió hasta su reconocimiento tardío por parte de la crítica y los lectores hacen de Ricardo Funes un personaje fascinante que trasciende las fronteras entre realidad y ficción para convertirse en una criatura hecha de literatura.