A modo de testamento poético, el gran maestro Ángel García López cuestiona en este nuevo libro la deriva lamentable emprendida por la poesía española última, donde falsos poetas han usurpado las riendas de la lírica. Apoyado en una declaración del también poeta y editor Abelardo Linares: «La casa de la Poesía es una casa en la que los okupas han echado a los poetas y se han quedado a vivir ahí», 'Testamento hecho en Wátani' levanta los faldones a la falacia para descubrir esa triste realidad. Y lo hace con esa poesía proteica que es capaz de recrear el lenguaje y convertir el verso en una creación magistral donde confluyen armónicamente la forma y el contenido.
Tres personajes tratan de resolver el misterio que envuelve a Mariana, una mujer que fue importante en sus vidas y ha desaparecido. En los testimonios que la invocan, el recuerdo de la desvanecida se construye como un mosaico surreal de caras múltiples, perfilando a una Mariana onírica y mitológica, pero a la vez terrenal y atravesada por el dolor. Una mujer compleja imposible de alcanzar y a la que nadie parece comprender, encorsetada entre rumores y habladurías y un marido que la aprisiona. Con un lenguaje poético y sensorial, de imágenes propias del sueño, Elena Garro desdibuja las fronteras entre el recuerdo y la realidad, y muestra la resistencia de una mujer frente a las estructuras de poder que la oprimen. Testimonios sobre Mariana es una novela-espejo, un reflejo de la dualidad en torno a su protagonista, ligada a la belleza y la crueldad, el deseo y el maltrato, la admiración y la hipocresía del mundo que la rodea.
Orikuchi Shinobu fue un lingüista, etnólogo, folclorista, novelista y poeta japonés. Referente de la crítica literaria nacional y de los estudios del folclore en las primeras décadas del siglo xx, este personaje no estuvo exento de polémica por su asociación con el militarismo japonés, su adicción a la cocaína y su homosexualidad declarada. El presente volumen recoge la primera recopilación del trabajo de estudio y traducción sobre la figura de Orikuchi Shinobu con una serie de ensayos y traducciones publicados por primera vez en español, algunos de ellos sin referente en otras lenguas europeas. Esta obra pretende no solo cubrir un hueco de conocimiento necesario en la niponología hispana, sino también reevaluar la obra, la figura y el legado de este autor.
Alguna noche, suelo ubicar mis horas en la serenidad del barrio de
Almagro: empresa que tiene su poco de catástrofe en cada punta, pues
para ir y volver es obligatorio descender a la tierra como los muertos e
incluirse en una hilera de ajetreos que hay entre la plaza de Mayo y la
estación Loria, y resurgir con una sensación de milagro incómodo y de
personalidad barajada, al mundo en que hay cielo. Claro está que esas
plutónicas y agachadas andanzas tienen su compensación: tal vez la más
segura es poder considerar ese grande y bien iluminado plano de Buenos
Aires que ilustra las paredes enterradas de los andenes. ¡Qué maravilla
definida y prolija es un plano de Buenos Aires! Los barrios ya pesados
de recuerdos, los que tienen cargado el nombre: la Recoleta, el Once,
Palermo, Villa Alvear, Villa Urquiza; los barrios allegados por una
amistad o una caminata: Saavedra, Núñez, los Patricios, el Sur; los
barrios en que no estuve nunca y que la fantasía puede rellenar de
torres de colores, de novias, de compadritos que caminan bailando, de
puestas de sol que nunca se apagan, de ángeles: Pueblo Piñeiro, San
Cristóbal, Villa Domínico.
De una a siete de la tarde -mis horas oficiales o "teóricas" de
trabajo- me confieso un impostor, un chambón, un equivocado esencial. De
noche (conversando con Xul Solar, con Manuel Peyrou, con Pedro Henríquez
Ureña o con Amado Alonso) ya soy un escritor. Si el tiempo es húmedo y
caliente, me considero (con alguna razón) un canalla; si hay viento sur,
pienso que un bisabuelo mío decidió la batalla de Junín y que yo mismo
he consumado unas páginas que no son bochornosas. Me pasa lo que a
todos: soy inteligente con las personas inteligentes, nulo con las
estúpidas.
Hacia 1957 reconocí con justificada melancolía que estaba quedándome
ciego. La revelación fue piadosamente gradual. No hubo un instante
inexorable en el tiempo, un eclipse brusco. Pude repetir y sentir de
manera nueva las lacónicas palabras de Goethe sobre el atardecer de cada
día: Alles nahe werde fern (Todo lo cercano se aleja). Sin prisa pero
sin pausa -¡otra cita goetheana!- me abandonaban las formas y los
colores del querido mundo visible. Perdí para siempre el negro y el
rojo, que se convirtieron en pardo. Me vi en el centro, no de la
oscuridad que ven los ciegos, como erróneamente escribe Shakespeare,
sino de una desdibujada neblina, inciertamente luminosa que propendía al
azul, al verde o al gris. Ya no había nadie en el espejo; mis amigos no
tenían cara; en los libros que mis manos reconocían solo había párrafos
y vagos espacios en blanco pero no letras.