El 2 de noviembre de 2020, Caroline Darian recibe una llamada con una noticia que estalla como una bomba: su padre está bajo custodia policial ya que acaban de descubrir que, a lo largo de una década, ha drogado y promovido que decenas de hombres violaran a su madre mientras él filmaba las agresiones. Durante la investigación se entera, además, de que también ella podría haber sido víctima de su padre.
Estos relatos demuestran la gran variedad del registro expresivo de Robert Walser y dan fe de la evolución de un autor que tenía un concepto poco convencional del amor y del erotismo. En ellos se manifiesta un desmesurado amor mundi que lo envuelve todo: las muchachas y los pájaros, las nubes y las mujeres distantes, las flores en los prados y los enamorados que se tumban sobre ellos con su mirada benévola, pero también pícara. Con graciosas caricias poéticas, abundantes diminutivos y giros verbales absolutamente delirantes, Robert Walser recoge todo lo que le viene a las mientes para conformar un mundo palpitante de comunicación amorosa y de placer.
La protagonista de El dedo en la boca se llama Lung L. y no tiene más de veinte años; ha pasado un tiempo en una clínica, le gusta ir en tren y dar paseos en plena naturaleza; parece a la vez cruel y vulnerable; en ocasiones, mientras se chupa el pulgar, una costumbre que no abandona, con la otra mano atrapa en el aire vestigios de la memoria, recuerdos donde se entrecruzan su primo Felix, su padre, una enfermera y personajes cuya presencia puede evocar como en un sueño. A su vez, el joven que protagoniza Las estatuas de agua, llamado Beeklam, se rodea de un criado, de soledad y de estatuas en su sótano de Ámsterdam, pero quizá un día salga a la luz y encuentre su doble en Katrin, una niña que no tiene prisa por llegar a ninguna parte, como si supiera que su vida discurre, en realidad, en otro lugar.