Mario Vargas Llosa pertenece a esa estirpe de escritores que se ha creído siempre en la necesidad de emplearse en el combate cívico -o político, por usar un término desprestigiado-. Tomar partido aquí y ahora, en la refriega intelectual terrenal, ha sido para él la mejor manera de apuntalar, o mantener vigentes, ciertos valores de la civilización que de otro modo hubieran perdido un importante valedor frente a la arremetida de los bárbaros.
Este polemista arriesgado, que pone en juego su prestigio en defensa de unas ideas y de una manera de pensar, es a quien rinden homenaje los autores de estos textos, todos ellos dirigentes políticos en el pasado y en el presente. Es también la personificación de unas ideas liberales que no nacen del fanatismo, igual que estos políticos convertidos en escritores no defienden un solo pensamiento dogmático.
Sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera todos los otros bienes», escribió Aristóteles. Sin embargo, si bien la amistad es desde tiempos inmemoriales una de las aspiraciones fundamentales de la vida, no solemos reflexionar sobre su naturaleza. ¿Cómo se hace un amigo? ¿Por qué algunas personas nos caen bien al instante? ¿Puede la amistad sobrevivir en la distancia? ¿Se aprende? ¿Es cultural? ¿Ha de ser recíproca? ¿Puede darse entre padres e hijos? ¿Cuándo y por qué se acaba? ¿Qué pasa cuando se mezcla con el deseo?
Dos amigos, el neurocientífico Mariano Sigman y el escritor Jacobo Bergareche, acudieron a la ciencia y la filosofía para explorar esas preguntas. Pero pronto sintieron que esa literatura no reflejaba la amplia diversidad de miradas sobre este tipo de relaciones, y convocaron entonces a personas de todo tipo y condición con las que conversaron en intimidad. Así, por estas páginas desfilan el octogenario presidente de un banco, un joven emigrante salvadoreño sin papeles, la directora de una residencia de ancianos, una actriz, un viticultor, una escritora y un colectivo de grafiteros. Entre todos ellos componen un fresco inmenso de aquello que llamamos «amistad».
La hermosa y joven Elinor Carlisle se encuentra en el banquillo de los acusados, está siendo juzgada por el posible asesinato de su prima Mary Gerrard. Las pruebas son abrumadoras: solo Elinor tenía el motivo, la oportunidad y los medios para administrar el fatal veneno.
Sin embargo, dentro de la hostil sala del tribunal, solo un hombre aún cree que Elinor es inocente hasta que se demuestre lo contrario: Hércules Poirot es lo único que se interpone entre Elinor y la horca.