El hombre que inventó Manhattan se llamaba en realidad Gerald Ulsrak, estaba casado y tenía dos hijas. O quizá sólo una. Había nacido en un pequeño pueblo en las montañas de Rumania y siempre había soñado con un sitio mejor, Manhattan, y un nombre distinto, Charlie. Trabajaba en el mantenimiento de un bloque de apartamentos y se repetía noche tras noche como un mantra que el siguiente sería un buen día. La mañana de Año Nuevo de 2002 amaneció colgado de una viga del techo.
Su suicidio pone en marcha la recreación por parte del narrador un inquilino del inmueble de un mundo en el que se mezclan la realidad y la ficción. A través de historias cortas, agudas como flechas, marcadas por los juegos de identidades, el humor irónico y unos personajes inolvidables, se erige una ciudad mítica: un Manhattan personal, exacto y al tiempo imaginado, teñido por toda la literatura y el cine que reflejan la ciudad de Nueva York.
El poema toca la vida. Quizá porque, como en la vida, en cualquier obra de arte el sentido no es algo dado, sino algo que hay que encontrar, asignar o estar en disposición de recibir. En este ensayo, Mariano Peyrou investiga las maneras en que determinadas obras intentan suprimir la distancia entre el arte y la vida e integrar el ámbito de la obra y el de lo real. Para alcanzar una mayor espontaneidad, una mayor naturalidad, a veces se pone el foco, más que en el producto, en el proceso creativo; para generar un espacio más libre y dinámico, a veces la atención se centra en el impulso creador. Se trata de una aspiración antigua, que puede rastrearse desde los orígenes de nuestra cultura, pero que se manifiesta con gran intensidad y de un modo nuevo a partir del siglo pasado.
Un cúmulo de circunstancias extraordinarias puso durante diez meses al historiador Emmanuel de Las Casses junto a uno de los hombres más extraordinarios que han conocido los siglos. El universo del arte, la literatura y la historia han preservado y avivado la gloria y hazañas de Napoleón Bonaparte. Pero pocos conocieron los verdaderos matices de su carácter, sus cualidades privadas, las inclinaciones naturales de su corazón y su profunda sabiduría. Este es el gran vacío que colma el Memorial de Santa Elena. El autor recopiló y escribió, día por día, cuanto oyó decir y cuanto vio hacer a Napoleón, durante el tiempo que pasó a su lado en su forzoso exilio en la isla. En esta selección de sus palabras se escucha al hombre y al sabio, no solo al guerrero y al emperador. Publicado por vez primera entre 1822 y 1823, inmediatamente tras la muerte de Napoleón, dio a conocer lo que hasta entonces nadie había visto, al hombre sabio oculto a los ojos de las muchedumbres por la grandeza misma de sus hechos.