La sexta entrega de la saga romántica medieval «Las guerreras Maxwell».
En su lecho de muerte, Harald Hermansen le prometió a su amada Ingrid que dejaría Noruega y se trasladaría a vivir en Escocia. Harald añora su país, como añora a su mujer y sus gentes, pero sabe que regresar al Reino de Song no sería buena idea, especialmente porque allí ya no le queda nada. A pesar de ser considerado un bárbaro vikingo en aquellas tierras, gracias a la ayuda de Demelza y de Aiden McAllister, su marido, Harald consigue llevar una vida tranquila, sacar adelante su propia herrería y ser aceptado por la mayoría de los parroquianos. Pero todo comienza a complicarse cuando aparece una joven llamada Alison. Ella y su manera de comportarse, tan parecida en ocasiones a la de su fallecida mujer, lo atrae y lo espanta al mismo tiempo. Pero si algo tiene claro es que no quiere volver a enamorarse, y menos de una mujer como aquélla.
¿Será capaz Harald de decirle adiós al pasado, vivir el presente y crear un futuro?
Aurora de la Torre sabe que volver a Pagosa Springs, un sitio plagado de recuerdos agridulces, no va a ser fácil, pero refugiarse en una pequeña ciudad entre montañas podría ser la cura perfecta para su corazón roto. Y comerse con los ojos a su casero, que vive a escasos metros, tampoco le viene mal... Solo que Tobias Rhodes no fue realmente quien le alquiló el apartamento, sino que fue su hijo, Amos.
Al principio, Rhodes, un gruñón que desconfía de los extraños y que haría lo que fuera por cuidar de los suyos, se mantiene alejado de Aurora. Pero conforme los días se convierten en semanas, y estas se llenan de rutas a través de la naturaleza y confesiones a la lumbre de una hoguera, lo que comienza siendo una amistad irrompible no tarda en florecer en un amor de los que solo se encuentran una vez en la vida.
Cuando escribí la primera edición de este libro tenía muy poco conocimiento acerca de la misión que le corresponde desempeñar a los Ángeles Celestiales con todos los seres humanos. Recuerdo que en cada experiencia positiva usaba deliberadamente la palabra “Ángel”, pero sin una conciencia clara del significado tan profundo que tiene esta palabra. Para explicarme mejor expondré un ejemplo sencillo. Cuando algo se me resolvía rápida y fácilmente a través de la ayuda de otra persona, yo decía: “Gracias a un Ángel que me ayudó”. De esta manera, cada vez que necesitaba “una mano amiga” decía: “Dios mío, por favor, mándame un Ángel, necesito encontrar un Ángel en este lugar”.
Otras veces perdía algo y de igual manera decía: “Necesito un Ángel que me ayude a encontrar lo que he perdido”. Así, sucesivamente, la palabra Ángel fue ocupando gran parte de mi diario vivir. Igualmente, si trataba a una persona buena, pensaba: “Esa persona es un Ángel o tiene algo de Ángel”. Poco a poco comencé a interesarme más seriamente en los Ángeles.