El capitán Hastings, el fiel amigo del singular detective Hércules Poirot, relata una serie de casos resueltos gracias al método deductivo del detective belga, quien aprovecha cualquier incidente sin relación aparente con la investigación para descubrir siempre la verdad. Su secreto: el poder de las células grises de su privilegiado cerebro.
Por las páginas de esta obra desfilan misterios de los más variopinto: primero fue el misterio de una estrella de cine y un diamante, un suicidio que en realidad fue un asesinato, un misterioso piso absurdamente barato, una muerte sospechosa en una sala de armas cerrada, el robo de bonos por un millón de dólares, la maldición de la tumba de un faraón, un robo de joyas junto al mar y hasta el secuestro de un Primer Ministro.
La hermosa y joven Elinor Carlisle se encuentra en el banquillo de los acusados, está siendo juzgada por el posible asesinato de su prima Mary Gerrard. Las pruebas son abrumadoras: solo Elinor tenía el motivo, la oportunidad y los medios para administrar el fatal veneno.
Sin embargo, dentro de la hostil sala del tribunal, solo un hombre aún cree que Elinor es inocente hasta que se demuestre lo contrario: Hércules Poirot es lo único que se interpone entre Elinor y la horca.
Los griegos tomaron Troya; Temístocles venció en Salamina; Aníbal mantuvo en jaque al ejército romano... ¿Qué tienen en común estos y otros episodios del mundo antiguo? El uso de trampas, trucos y engaños; en una palabra, estratagemas para dominar al enemigo. La historia antigua está repleta de acontecimientos en los que someter al otro ha sido posible gracias a un destello de astucia decisivo en el fragor del enfrentamiento.
Aunque hicieran creer que eran los enemigos quienes perpetraban contra ellos las artimañas más ambiguas, en realidad, griegos y romanos nunca tuvieron reparos en utilizar medios tortuosos y fraudulentos. Consideraban que la inteligencia era el arma más eficaz, fiable y competente para superar las dificultades, vencer a los enemigos e imponerse en la escena política.