Tanto en la tradición griega como en el Antiguo Testamento, «pecado» significaba desviarse de la dirección correcta. La gula, en este contexto, sería una desviación de la manera correcta de comer y, consecuentemente, para poder hablar con propiedad de la gula, antes se ha de conocer en qué consiste ese modo correcto de alimentarse. Este libro se apoya en la tradición literaria –desde los líricos griegos arcaicos hasta los poetas malditos, pasando por la Biblia y las novelas de caballería– para entender el modo en que se ha interpretado ese buen comer bueno en Occidente y cómo, en muchas ocasiones, no se ha formulado como una mera prohibición, sino como la búsqueda de un equilibrio.
Hay uno entre los pecados capitales tradicionales que quizá no debería figurar en la lista, porque muchas personas no lo han experimentado. Es capital, sin duda; pero no tan general como la soberbia, la lujuria, la gula o la envidia. La avaricia, en efecto, no es simplemente el deseo de posesiones, bienes, dinero, honras; hasta ahí se trataría más bien de codicia, no en el sentido original que tenía la cupiditas latina, sino entendida como solemos hoy en español: como un ensayo más o menos serio de empezar a ser avaro. La avaricia es más bien, como dice santo Tomás, immoderatus amor habendi; y esa inmoderación solo puede albergarla el que la está realizando.
Ayer, un mes después de morir, grabaron sobre su tumba el nombre de mi madre. Al ver sobre la piedra las letras que tantas veces estuvieron en mis labios sentí un impulso doble, contradictorio tan solo en un primer instante, que me empujaba al mismo tiempo a permanecer callado y a pronunciar las palabras justas para nombrar la vida. Lo que sentía en ese momento solo puede ser nombrado con la palabra «tristeza», aunque la palabra «tristeza» –como le ocurre a todas las palabras frente a la complejidad de nuestra vida– se queda tan corta como un metro para sondear las profundidades de un abismo.