Cuando somos pequeños, todos aprendemos a usar nuestras lenguas maternas con éxito sin necesidad de un entrenamiento explícito: se trata de un proceso que empieza antes de nacer y que, aunque a los tres años ya muestra sus primeros frutos, aún prosigue durante mucho tiempo hasta que somos capaces de expresarnos con naturalidad y fluidez. Pero ¿cómo lo hacemos?
A lo largo de los últimos años, la neurociencia y la psicología han detectado una amplia gama de pequeñas evoluciones biológicas, cognitivas, pragmáticas y lingüísticas que acompañan al desarrollo del lenguaje.
En 1785, cuando el gran poeta alemán Friedrich Schiller escribió su inmortal Himno a la alegría, cristalizó las esperanzas y los sueños más profundos de la Ilustración europea para una nueva era de paz y libertad, una época en la que millones de personas se considerarían como iguales. La Novena Sinfonía de Beethoven dio entonces alas a las palabras de Schiller, pero apenas un siglo después esas mismas palabras fueron reivindicadas por los propagandistas nazis y tergiversadas por la barbarie.
Cuando se trata de cómo las sociedades recuerdan estos sueños y catástrofes cada vez más lejanos, solemos pensar en libros de historia, archivos, documentales o memoriales tallados en piedra. Sin embargo, en El eco del tiempo, el galardonado crítico e historiador cultural Jeremy Eichler defiende de forma apasionada y reveladora el poder de la música como memoria de la cultura, una forma de arte singularmente capaz de transmitir el significado del pasado.