La división, la crispación y la polarización han dado un vuelco al escenario político internacional. El murmullo de descontento que comenzó en los años noventa ha llevado a ciertos sectores de la sociedad a manifestar una clara animadversión hacia el proyecto globalizador de las élites. Gobernantes y ciudadanía parecen preferir el libre mercado en lugar de una democracia saludable. Conceptos como «libertad» o «civismo» han dejado de generar consenso y se han convertido más que nunca en armas arrojadizas entre adversarios electorales. Mientras, aumentan las desigualdades sociales, la injusticia racial y el hiperpartidismo, y las fronteras nacionales pierden su relevancia económica e identitaria.
En esta nueva edición de El descontento democrático, publicado por primera vez en 1996 y actualizado a los nuevos tiempos, Michael J. Sandel explora de un modo certero e iluminador las causas de la profunda decepción que se ha apoderado de la vida pública en las democracias occidentales. A través del caso de Estados Unidos, nos proporciona herramientas para comprender cómo en tiempos de guerras culturales, donde cada vez es más difícil que surjan movimientos reformistas de amplia base social, nuestra tradición cívica puede ayudarnos a imaginar una alternativa al sistema neoliberal y tecnocrático en que estamos instalados, donde la identidad y los ideales comunes están cada vez más devaluados.
"¡Dios mío, ese grito!"
Un piolet y un grito desgarrador son los elementos que cargan de dramatismo el instante en el que Ramón Mercader acabó con la vida de Trotsky, una historia condenada a ser reconstruida mil veces, porque se ha convertido en uno de los mitos de nuestro tiempo. Pero ese momento es sólo un episodio más del fascinante devenir de la familia Mercader, narrado aquí como si de una de las grandes odiseas que caracterizan la novela moderna se tratara, y en el que no es Ramón, sino su madre Caridad, quien emerge como la figura principal de esta convulsa crónica del siglo XX.
En mayo de 1945, recién conquistado Berlín, unos agentes de los servicios secretos soviéticos -el temido NKVD- merodean entre las ruinas de la ciudad para cumplir una orden de Stalin: confirmar la muerte de Adolf Hitler. Pero el dictador soviético también sentía curiosidad, y quizás admiración, por los métodos empleados por Hitler para hacerse con el poder y mantener un feroz control sobre la población alemana.