Platón enseñaba paseando y su Academia se hallaba en un bosque sagrado. Aristóteles daba sus charlas en un parque y su escuela, el Liceo, recibía ese nombre por su sombreada arboleda. Los romanos cultos acudían a los jardines para conversar y estudiar. Los jardines pueden consolar, calmar y elevar el ánimo, pero también pueden desconcertar y provocar, y este es el valor filosófico que se ha perpetuado hasta la era contemporánea.
Esta fascinante obra explora la relación íntima de grandes figuras históricas -entre otros, Proust, Rousseau, Orwell o Dickinson- con plantas, árboles y flores que tanto amaban (y en ocasiones tanto detestaban) y revela los profundos pensamientos que se llevaron a cabo al aire libre. Jane Austen buscaba el consuelo de la perfección entre el filadelfo y la peonia de su casita de campo. Los manzanos helados de Leonard Woolf le sugerían justo lo contrario: un atisbo de la precaria brutalidad del mundo. La escandalosa autora francesa Colette descubrió la paz contemplativa en las rosas. Años más tarde, Jean-Paul Sartre describía la náusea provocada por un castaño: un grito existencialista que congregó a una generación.
Los jardines son una manifestación de la naturaleza al tiempo que la metáfora de la naturaleza humana, de allí su esencia filosófica y la belleza de este libro.
Juan Villoro relata en La figura del mundo algunos pasajes memoriosos en torno a su padre, el pensador mexicano-catalán, Luis Villoro. Sin el afán de escribir una biografía en estricto sentido, Juan evoca aquí la vida singular de quien fuera filósofo, luchador social, zapatista y autor de una obra fundamental. En este libro hace una aproximación a una figura a la vez íntima y pública, adentrándose en las complejidades de cualquier vida, narrando con maestría instantes que se desdoblan para entender el ubicuo presente. Recupera así la esencia de un padre quien estuvo presente en la vida familiar de un modo intangible, un padre que debe ser indagado por un hijo que intuye sus afectos y renueva, de este modo, el pasado.
Escrito con gran sensibilidad y agudeza, este libro condensa el asombro y la emotividad de un autor para el que la escritura se convirtió en «una permanente carta al padre».
Hay en la experiencia de leer una felicidad y libertad que resultan adictivas. La lectura libera. Se extiende a leer la vida, a leer quiénes somos y en dónde estamos. Anima las conversaciones de lector a lector. Se contagia por los lectores en acción: padres, maestros, amigos, escritores, traductores, críticos, editores, tipógrafos, libreros, bibliotecarios y otros promotores del vicio de leer.