Tito Flavio Josefo nació en Jerusalén en el 37 d.C. Criado en el seno de una familia acomodada, recibió una esmerada educación y formación en la tradición mosaica. Tras viajar a Roma en el año 63, en el 67, de vuelta a Judea, se encontró con el levantamiento judío contra los dominadores romanos. Nombrado por los rebeldes comandante supremo militar de la región de Galilea, tras caer prisionero se granjeó la amistad de los entonces comandantes militares romanos, y luego emperadores, Vespasiano y Tito, bajo cuyo amparo vivió en Roma desde el año 70 hasta su muerte, acaecida tres décadas después.
Esta extraordinaria biografía nos ofrece una visión profunda de la Antigüedad tardía y de Justiniano, un hombre que, desde los comienzos más humildes, llegó a gobernar gran parte del mundo conocido y alcanzó una consideración casi divina. Un emperador que infundía un significado espiritual incluso a las tareas más mundanas. Un administrador excelente y obsesionado con los detalles. Un hombre, ya en la mediana edad, capaz de cambiar la ley para poder casarse con una bailarina de la que se enamoró, y que gobernó acompañado de la emperatriz Teodora durante más de veinte años. Un brillante estratega militar que nunca estuvo en primera línea.
Se enfrentó a retos como el cambio climático, las luchas culturales e identitarias o la primera pandemia mundial de la que se tiene constancia, y muchas de las soluciones que encontró siguen teniendo sentido en la actualidad. Su legado nos rodea y está patente en el mundo de hoy, desde un sinfín de monumentos entre los que cabe destacar la hermosa Santa Sofía, hasta nuestro sistema jurídico, a través de la codificación del Corpus Iuris Civilis, pasando por su contribución a la cultura, a la cristiandad y al islam. En esta obra maestra, Sarris nos muestra que, con toda su complejidad y contradicciones, Justiniano fue, en muchos sentidos, un emperador sorprendentemente moderno.
Primero llega la muerte y después el duelo, la desolación infinita.
Casi siempre acompañada de dolor, desconcierto y la pena y la tristeza más absolutas. También de intentos de consuelo, sin excepción destinados al fracaso.
Nada nos prepara para la pérdida, por más que la razón nos diga que es una posibilidad. Y la realidad es que, si llega, no sabemos cómo afrontarla.