Todo empieza con un trauma: el padre de Elizabeth muere cuando ella tiene sólo ocho meses. Cinco años más tarde, su madre es ingresada en un hospital psiquiátrico del que no volverá a salir. Ese trauma, esa sensación de haber llegado al mundo a destiempo y la necesidad de encontrar los términos exactos para expresar su malestar acompañarán a Elizabeth el resto de su vida y se convertirán en el motor de su obra poética, una de las más destacadas de nuestro tiempo.En este libro, la aclamada novelista Megan Marshall revela los aspectos menos conocidos de la vida de Bishop, esa poeta que apenas tuvo tiempo de aprender a escribir las palabras «soledad» y «duelo» antes de experimentarlas, pero que consagró sus días a la búsqueda de maneras de narrar y aliviar el dolor.Conforme rememora la vida de Bishop, Marshall que fue alumna de Poesía de aquélla esboza su propio retrato y descubre que su autobiografía está, como la de su maestra, llena de miedos, anhelos y traumas.
Helen Vendler, una de las críticas de poesía más autorizadas, analiza cómo cinco grandes poetas modernos estadounidenses, al escribir sus últimas obras, intentan encontrar un estilo que haga justicia tanto a la vida como a la muerte. Al no disponer ya de los consuelos religiosos tradicionales, estos poetas deben inventar nuevas formas de expresar la crisis ante la muerte y la paradójica coexistencia de un cuerpo en decadencia y una conciencia intacta. En La roca, Wallace Stevens escribe narraciones simultáneas de invierno y primavera, en Ariel, Sylvia Plath presenta el melodrama con una fría formalidad y, en Día a día, Robert Lowell resta plenitud. En Geografía III, Elizabeth Bishop queda atrapada y liberada, mientras que James Merrill, en El rocío de la sal, crea una serie de autorretratos mientras muere, representándose a sí mismo con cosas como un árbol de Navidad.
Meister Mathis, Mathis Grün de Eisenach, Mathis Godhart (o Gothardt) Nithart (o Nithardt), Matthias Grünewald, el pintor (y también, quizá, el ingeniero, el fabricante de jabones, el conocedor de alquimias) son algunas de las señales que han velado y velan todavía al hombre que pintó el imponente Retablo de Isenheim a principios del siglo, en una Europa diezmada por la pobreza, la guerra y la peste, en la que tronaban las revueltas de campesinos, el comercio de bulas era moneda corriente y la Reforma echaba a andar. El políptico, con sus escenas sucesivas, estaba destinado a causar el estremecimiento de los enfermos que acudían en río al hospital que los antonianos habían abierto en Isenheim: detenerse ante el cuerpo retorcido y masacrado de la Crucifixión, la música angélica de la Natividad, un san Antonio tentado y vejado, o el triunfo de la Resurrección debía propiciar la curación a sus males las fiebres y la lepra, el fuego de san Antonio, la sífilis, la epilepsia .