El racismo muta constantemente: varía de forma, de tamaño, en sus límites, propósito o función ante los cambios en la economía, la estructura social y, sobre todo, ante los desafíos y resistencias que se encuentra. Cada nueva generación, define el racismo a su propia imagen y semejanza.
El éxito actual de figuras políticas y partidos xenófobos no es consecuencia de una reacción contra el progreso antirracista; triunfan porque su retórica política hace explícito lo que ya está implícito en las prácticas racistas y violentas de los Estados liberales. Tras la imagen de la mujer negra beneficiaria de prestaciones sociales, del hombre musulmán radical o del inmigrante contestatario, yace el miedo al radicalismo feminista negro, al movimiento nacional palestino, o a la politización de las clases trabajadoras surgida de la organización migrante. Sus imágenes encarnan los significantes desplazados del fracaso del neoliberalismo violento.
La propagación de la ideología racista en las sociedades occidentales no es un derivado de la polarización social, sino el cómplice necesario de un imperialismo «liberal» que regresa a casa como un bumerán, a poner en práctica, contra su propia población civil, las políticas coloniales que impone en el resto del planeta. En consecuencia, y como cuenta Arun Kundnani, el antirracismo no fragmenta la lucha de clases, sino que la radicaliza.
Según Arendt, el desarrollo del mundo moderno se ha visto acompañado de una crisis de la autoridad, una crisis constante y cada vez más amplia y profunda. Y esta crisis, evidente desde principios del siglo XX, sería de origen y naturaleza política. Así, el auge de los movimientos totalitarios se produjo en el contexto de un colapso de todas las autoridades tradicionales, pero este colapso no fue resultado directo de los propios movimientos totalitarios; más bien se diría que el totalitarismo era el mejor preparado para aprovechar una atmósfera política y social en la que el sistema de partidos había perdido su prestigio y la validez de la autoridad misma fue cuestionada de forma radical.
Es un hecho sobre el que no se debería dejar de reflexionar que no hay ni ha habido nunca ninguna comunidad, sociedad o grupo que haya decidido renunciar pura y simplemente al lenguaje. Muchas veces se interrogó sobre cómo empezaron a hablar los hombres, y sobre el origen del lenguaje se propusieron hipótesis imposibles de verificar y sin ningún rigor; pero nunca se preguntó por qué continúan haciéndolo. Sin embargo, la experiencia es simple: se sabe que si el niño no se expone al lenguaje de algún modo dentro de los once años de edad, pierde irreversiblemente la capacidad de adquirirlo.