Hanna Schmidt trabaja como secretaria en una de las sedes del Grupo de Fuerzas Soviéticas en Alemania (GFSA). Aunque es consciente de la responsabilidad y el compromiso que esto conlleva, no comparte los ideales de este lado de Berlín en el que ha quedado atrapada. Desde que se fue su padre cuando apenas era una niña, sueña con ir al otro lado del muro, un lugar donde se puede pensar y pasear libremente, donde se bebe Coca-Cola y se leen libros como 1984. Tal vez por eso lleva un tiempo colaborando como informante para un grupo de jóvenes disidentes que buscan la caída del telón de acero. Mattias Gutt es uno de ellos y no es solo el destinatario de las cartas que se intercambian entre los huecos del enorme muro de hormigón; también es la única persona que está dispuesta a ayudarla a localizar a su padre.
Wiesbaden, 1961. Ahora que Hilde Koch ha modernizado el café familiar con mucho cariño y lo regenta con dedicación, de pronto su hermano Wilhelm pretende disputarle la dirección del negocio. Su gran sueño de labrarse una carrera en el cine ha fracasado, mientras que su mujer, Karin, goza de un gran éxito como actriz. Tampoco en el viñedo de Jean-Jacques, el marido de Hilde, van muy bien las cosas. Y quien sale en su ayuda es nada menos que el rebelde Mischa, que entre las viñas no solo encuentra un trabajo, sino también algo que en absoluto esperaba: el amor. Sin embargo, por Wiesbaden empieza a correr un desagradable rumor que hace que todos teman por la supervivencia del café...
Hacia 1957 reconocí con justificada melancolía que estaba quedándome
ciego. La revelación fue piadosamente gradual. No hubo un instante
inexorable en el tiempo, un eclipse brusco. Pude repetir y sentir de
manera nueva las lacónicas palabras de Goethe sobre el atardecer de cada
día: Alles nahe werde fern (Todo lo cercano se aleja). Sin prisa pero
sin pausa -¡otra cita goetheana!- me abandonaban las formas y los
colores del querido mundo visible. Perdí para siempre el negro y el
rojo, que se convirtieron en pardo. Me vi en el centro, no de la
oscuridad que ven los ciegos, como erróneamente escribe Shakespeare,
sino de una desdibujada neblina, inciertamente luminosa que propendía al
azul, al verde o al gris. Ya no había nadie en el espejo; mis amigos no
tenían cara; en los libros que mis manos reconocían solo había párrafos
y vagos espacios en blanco pero no letras.