Paul Cézanne y Émile Zola iniciaron en la infancia una amistad que enlazaría sus destinos de por vida: no sólo compartían origen geográfico, medio social y educativo, e intereses intelectuales, sino también una profunda complicidad. Pese a la distinta suerte artística de cada uno―Zola alcanzó pronto reconocimiento y éxito, mientras que Cézanne, aislado, apenas expuso su obra hasta el final de su vida, gracias a Ambroise Vollard―, mantuvieron un fructífero diálogo durante treinta años, incluso después de la publicación de La obra en 1886 en la que supuestamente Zola retrataba a su amigo pintor de un modo poco favorable. Estas cartas muestran bajo una nueva luz la riqueza de una amistad tan compleja como genuina, y la singular sensibilidad de dos artistas que tuvieron el privilegio de conocerse y lo celebraron sincerándose sobre sus preocupaciones más íntimas, artísticas y personales, a menudo indistinguibles para ambos.
Las cartas de un gran escritor cuentan la historia de una vida que corre paralela a su obra. Las de Irène Némirovsky esbozan inicialmente el retrato de una joven apasionada que descubrió el gozo de sus primeras aventuras y la alegría de estudiar en la Sorbona en los felices años veinte. Luego van conformando una imagen más firme, la de una mujer brillante, preocupada y decidida, que se convertiría en la consumada novelista de El baile y David Golder. Una etapa en la que habla con su «querido maestro» Gaston Chérau, grandes editores y autores de la época sobre la escritura, los libros y el cine, por supuesto, pero también sobre las pequeñas cosas que componen la cotidianidad. A partir de 1938, el tono se vuelve menos desenfadado, hasta julio de 1942, cuando la correspondencia se interrumpe de forma brusca tras la trágica detención de Irène Némirovsky. Familiares, amigos, editores y admiradores toman entonces la pluma, intentando salvarla como sea y mantener vivos sus textos.
«Una carta dice Marina Tsvietáieva- es una forma de comunicación fuera de este mundo, menos perfecta que el sueño, pero sujeta a sus mismas leyes. Ni la carta ni el sueño se dan por encargo: se sueña y se escribe no cuando nosotros queremos, sino cuando ellos quieren: la carta ser escrita y el sueño ser soñado.» En este epistolario, uno de los más hermosos que ha dado la literatura, presenciamos algo así como un milagro: el de la sintonía entre tres grandes poetas que establecen una conversación entre iguales. Cada uno ve en el otro a alguien muy próximo en espíritu. En estas páginas, las fronteras entre cartas, ensayos y poemas se difuminan y afloran reflexiones como las de Pasternak en torno a la creación literaria y versos como los de la «Carta de Año Nuevo» de Tsvietáieva o los de la «Elegía» de Rilke.