The Simple Truth es el poemario más representativo y definitorio de Philip Levine, con el que el autor obtuvo en 1995 el prestigioso Premio Pulitzer de Poesía. Se trata de una colección de treinta y tres poemas divididos en tres secciones en las que Levine asocia hechos reales con elementos míticos o inventados que responden a la concepción que el autor tenía de la poesía «como indagación en la memoria».The Simple Truth es un libro sobre la relación entre la memoria y la realidad, una manera de agradecer y bendecir humildemente todo aquello que ocurrió y que en cierta medida ha contribuido a configurar la realidad presente, la vida corriente con sus personajes cotidianos y ordinarios.
lynne Fisher vive en una zona rural de una América futura, donde los empleos son escasos, a menos que te dediques a la fabricación ilegal de drogas, algo que ella evita a toda costa. Su hermano Burton vive, o lo intenta, de la subvención que la Administración de Veteranos le otorga por daños neurológicos sufridos en la unidad de Rehabilitación Táctica del cuerpo de élite de los Marines.
Flynne intenta sobrevivir con lo que gana trabajando en una cadena de montaje de productos en impresión 3D. Aunque gana más dinero como jugadora de un juego online, donde juega en nombre de un hombre rico.
Wilf Netherton vive en Londres, setenta y pico años después, en medio de una lenta apocalipsis. Pero las cosas parecen bastante estables por ahora. Wilf es un reputado publicista, con cierto toque romántico, nostálgico e inadaptado que contrasta con la sociedad en la que vive, en la que los viajes al pasado son simplemente un pasatiempo.
Burton ha estado trabajando secretamente en un proyecto online para garantizar la seguridad en un juego ambientado en un mundo virtual que se parece vagamente a Londres, pero con un aire aún más extraño.
Flynne y Wilf están a punto de conocerse.
Una conmovedora novela romántico-erótica cuya protagonista se ve envuelta en una farsa cada vez mayor donde nada es lo que parece…
Me llamo Sara y últimamente me pasa de todo. Y nada bueno. Me he quedado sin trabajo, no encuentro un empleo decente por culpa de la crisis (o eso me quieren hacer creer), mi exnovio me acosa y, para colmo, acabo de cumplir treinta años.
¡Nada puede ir peor!
Aunque puede que mi suerte empiece a cambiar, porque me he reencontrado con una antigua compañera de facultad y me ha propuesto algo que…
No, definitivamente, no. No puedo hacerlo. Imposible.
¿O tal vez sí? Quizá no sea tan malo. La insidiosa vocecilla de mi conciencia me alerta: «¡No serás capaz!». Pero la ignoro. Me parece la única manera de salir de este pozo de fatalidad.
De todos modos, ya es tarde para las dudas. Estoy frente a unos ojos verdes que me miran como nadie me ha mirado nunca y ya no puedo echarme atrás. Al fin y al cabo, esto no es mentir, es omitir la verdad, que no es lo mismo. O eso quiero creer.
En fin, que no tengo ni idea de lo que me espera.
¿Os apetece descubrirlo conmigo?
Bienvenidas a The Best Affaire: la cita perfecta.
Hacia 1957 reconocí con justificada melancolía que estaba quedándome
ciego. La revelación fue piadosamente gradual. No hubo un instante
inexorable en el tiempo, un eclipse brusco. Pude repetir y sentir de
manera nueva las lacónicas palabras de Goethe sobre el atardecer de cada
día: Alles nahe werde fern (Todo lo cercano se aleja). Sin prisa pero
sin pausa -¡otra cita goetheana!- me abandonaban las formas y los
colores del querido mundo visible. Perdí para siempre el negro y el
rojo, que se convirtieron en pardo. Me vi en el centro, no de la
oscuridad que ven los ciegos, como erróneamente escribe Shakespeare,
sino de una desdibujada neblina, inciertamente luminosa que propendía al
azul, al verde o al gris. Ya no había nadie en el espejo; mis amigos no
tenían cara; en los libros que mis manos reconocían solo había párrafos
y vagos espacios en blanco pero no letras.
De una a siete de la tarde -mis horas oficiales o "teóricas" de
trabajo- me confieso un impostor, un chambón, un equivocado esencial. De
noche (conversando con Xul Solar, con Manuel Peyrou, con Pedro Henríquez
Ureña o con Amado Alonso) ya soy un escritor. Si el tiempo es húmedo y
caliente, me considero (con alguna razón) un canalla; si hay viento sur,
pienso que un bisabuelo mío decidió la batalla de Junín y que yo mismo
he consumado unas páginas que no son bochornosas. Me pasa lo que a
todos: soy inteligente con las personas inteligentes, nulo con las
estúpidas.
Alguna noche, suelo ubicar mis horas en la serenidad del barrio de
Almagro: empresa que tiene su poco de catástrofe en cada punta, pues
para ir y volver es obligatorio descender a la tierra como los muertos e
incluirse en una hilera de ajetreos que hay entre la plaza de Mayo y la
estación Loria, y resurgir con una sensación de milagro incómodo y de
personalidad barajada, al mundo en que hay cielo. Claro está que esas
plutónicas y agachadas andanzas tienen su compensación: tal vez la más
segura es poder considerar ese grande y bien iluminado plano de Buenos
Aires que ilustra las paredes enterradas de los andenes. ¡Qué maravilla
definida y prolija es un plano de Buenos Aires! Los barrios ya pesados
de recuerdos, los que tienen cargado el nombre: la Recoleta, el Once,
Palermo, Villa Alvear, Villa Urquiza; los barrios allegados por una
amistad o una caminata: Saavedra, Núñez, los Patricios, el Sur; los
barrios en que no estuve nunca y que la fantasía puede rellenar de
torres de colores, de novias, de compadritos que caminan bailando, de
puestas de sol que nunca se apagan, de ángeles: Pueblo Piñeiro, San
Cristóbal, Villa Domínico.