Kendall Holiday pasa la noche de los viernes leyendo novelas románticas subidas de tono mientras trabaja en la biblioteca de su universidad. Tal vez debería salir con sus amigos y emborracharse todos los fines de semana, pero le gusta pasar tiempo a solas. O eso se dice a sí misma, perdida entre las historias de amor de personajes ficticios.
Todo cambia cuando Vincent Knight, el capitán del equipo de baloncesto, aparece lesionado, de mal humor y con la urgente necesidad de que le recomienden poesía para una asignatura que odia. Vincent es alto, gracioso y desafía a Kendall como nadie lo ha hecho antes. Ahora es ella la que se encuentra dentro de su propia novela romántica…, pero en la vida real se necesita mucho más que tropos para obtener un final feliz.
Tenerife, islas Canarias, 1940. Tamara lleva media vida al servicio de los Finley, una familia de origen británico afincada en la isla que dirige un hotel de lujo y una hacienda platanera. Un mes después de la extraña desaparición de su padre, la joven criada recibe en la hacienda a una huésped muy especial, Erika Hoffmann, antropóloga alemana de prestigio a la que debe asistir durante su estancia. Lo desconcertante son los motivos secretos que han llevado a esta mujer a Canarias, pero, sobre todo, que la científica se aloja en la Casa Amarilla, una pequeña vivienda atrapada entre las fincas de la hacienda que lleva años cerrada y a la que los empleados tienen prohibida la entrada. Para Tamara es un lugar maldito, pues su padre le contó todo tipo de historias sobre ese sitio. Y las leyendas parecen ser ciertas. A partir de este momento, las vidas de Tamara y de Erika cambiarán para siempre.
Alguna noche, suelo ubicar mis horas en la serenidad del barrio de
Almagro: empresa que tiene su poco de catástrofe en cada punta, pues
para ir y volver es obligatorio descender a la tierra como los muertos e
incluirse en una hilera de ajetreos que hay entre la plaza de Mayo y la
estación Loria, y resurgir con una sensación de milagro incómodo y de
personalidad barajada, al mundo en que hay cielo. Claro está que esas
plutónicas y agachadas andanzas tienen su compensación: tal vez la más
segura es poder considerar ese grande y bien iluminado plano de Buenos
Aires que ilustra las paredes enterradas de los andenes. ¡Qué maravilla
definida y prolija es un plano de Buenos Aires! Los barrios ya pesados
de recuerdos, los que tienen cargado el nombre: la Recoleta, el Once,
Palermo, Villa Alvear, Villa Urquiza; los barrios allegados por una
amistad o una caminata: Saavedra, Núñez, los Patricios, el Sur; los
barrios en que no estuve nunca y que la fantasía puede rellenar de
torres de colores, de novias, de compadritos que caminan bailando, de
puestas de sol que nunca se apagan, de ángeles: Pueblo Piñeiro, San
Cristóbal, Villa Domínico.