El 8 de enero de 1982, la escultora colombiana Feliza Bursztyn murió en un restaurante de París. Tenía cuarenta y ocho años. En el momento de su muerte repentina la acompañaban su marido y cuatro amigos. Uno de ellos, el escritor Gabriel García Márquez, publicó días después un artículo que incluía tres palabras en apariencia simples, pero misteriosas en el fondo: «Murió de tristeza».
Juan Gabriel Vásquez parte de esas palabras para investigar en la vida secreta o desconocida de una mujer extraordinaria. Feliza Bursztyn se enfrentó siempre a la sociedad en la que le tocó vivir. Hija de una pareja de judíos expatriados en Colombia, artista revolucionaria en un tiempo de revoluciones políticas, mujer de espíritu libre en un mundo que desconfiaba de la libertad de las mujeres, llevó una existencia que puso en escena las grandes tensiones del siglo XX y, sobre todo, el deseo de ser dueña de sí misma.
En Los nombres de Feliza el autor funde con maestría la autobiografía, la realidad y la imaginación para entregar al lector una ficción asombrosa y desgarradora sobre cómo la vida íntima de un ser humano se ve inevitablemente arrollada por las fuerzas de la historia y la política.
Si un mínimo cambio de hábitos puede provocar resultados extraordinarios en un individuo, imagina lo que podría hacer en tu equipo y en tu empresa.
El trabajo en equipo hace frente a determinados obstáculos ante los que las capacidades individuales se ven limitadas (falta de planificación, metas poco realistas, comunicación confusa…). El deseo de que nuestras aspiraciones personales basten para impulsar el progreso colectivo no es más que una ilusión. La realidad es que los individuos deben desarrollar sus habilidades hacia la excelencia y que los grupos de trabajo requieren hábitos colectivos óptimos para afrontar la toma de decisiones y la organización, los cuales generarán confianza, diligencia y satisfacción entre los miembros del equipo.
En nuestro día a día, tenemos miles de sentimientos, personas, heridas, situaciones… que nos generan malestar. Identificarlas y saber distinguir las que podemos cambiar de las que no es muy importante para dejar de hacernos las preguntas de siempre: ¿Por qué me noto tan sensible? ¿Por qué siempre estoy a la defensiva? ¿Por qué siento ansiedad? ¿Qué es lo que me pasa?
Por eso, querida amiga, tenemos que hablar. Vamos a parar un momento para conocernos, corregirnos, aceptarnos, perdonarnos… Y, sobre todo, para mandar a la mierda lo que sea necesario. A ver si así podemos empezar a querernos tanto como nos merecemos, que ya toca.