Oliver, un joven londinense con una peculiar situación familiar y una triste pérdida a sus espaldas, hereda una casona colonial, Villa Marina, a pie de playa en el pueblecito cántabro de Suances. Durante las obras de remodelación se descubre en el sótano el cadáver emparedado de un bebé, al que acompaña un objeto que resulta completamente anacrónico. Tras este descubrimiento comienzan a sucederse, de forma vertiginosa, diversos asesinatos en distintas ciudades de Cantabria, que, unidos a los insólitos resultados forenses de las víctimas, ponen en jaque a la Sección de Investigación de la Guardia Civil y al propio Oliver, que iniciará un denso viaje personal y una carrera contrarreloj para descubrir al asesino.
Con la guerra civil, «lejana y próxima a un tiempo, quizá más temida por invisible», como telón de fondo, Primera memoria narra el paso de la infancia a la juventud de Matia y de su primo Borja. Los dos viven en casa de su abuela en un mundo insular tan ingenuo como misterioso. A través de la visión particularísima de la muchacha ―sin madre y con padre desaparecido―, asistimos a su despertar a la adolescencia, cuando, roto el caparazón de la niñez, el fuerte resplandor de la realidad ciega asombra e incluso duele a veces. Una singular galería de personajes constituye el contrapunto a su vertiginosa sucesión de sensaciones. Y es que, en unos meses, Matia descubrirá muchas cosas hasta entonces ignoradas sobre «la oscura vida de las personas mayores».
Florencia, 1940. Para Manuela, una adolescente instruida en la complacencia, conocer a Ava, enigmática e independiente, en un colegio para señoritas en la capital de la Toscana, supone traspasar las puertas de un universo que siempre ha visto privado: el de atreverse a ser ella misma lejos de los preceptos de su padre. Pero pronto, Manuela también descubrirá las sombras de Ava, quien plasma en pinturas escenas oscuras que asegura son visiones y que un buen día desaparecerá sin dejar rastro, como si ella y su obra jamás hubiesen existido.
San Sebastián, 1950. Tras su reciente orfandad y escapando de la tutela de su hermano, Manuela decide pasar el verano en su rincón favorito del norte buscando tranquilidad. Pero sus planes cambian cuando la invitan al mayor acto social de la temporada: la inauguración de la misteriosa Villa Allur y accidentalmente descubra, entre sus paredes, un extraño cuadro que conoce bien y que jamás pensó que volvería a ver. La última obra de Ava.
¿Cuánto sabe una madre? ¿Cuánto calla, cuánto dice, cuánto miente? Mientras las madres viven, los hijos somos hijos por encima de todo: más hijos que hermanos, más que maridos, más que padres. Colgamos de nuestras madres como el escalador de su mosquetón, no importa la edad, no importa la distancia. Si hasta su muerte mandan sus genes, después de su muerte manda la ausencia. «Si mamá me viera…», «Mamá se estará riendo, seguro», «¿Qué pensaría mamá de esto?». Hablamos con ellas cuando nadie nos mira, porque sabemos que están, aunque no las veamos. Sabemos que son eternas.
La tarde en que Fer, Emma y Silvia llevan a urgencias a su madre, aquejada de lo que parece una leve infección, no imaginan que la vida ha dispuesto para ellos un escenario totalmente inesperado. Al salir del hospital después del breve ingreso, el paisaje familiar es otro: los tres hermanos se convierten a la fuerza en hijos y cuidadores mientras se preparan para la posible orfandad que quizá vaya a dejar tras de sí un ser tan excéntrico e insustituible como Amalia.
Una mujer es asesinada de forma macabra y sólo hay un testigo: su hija de siete años, que permaneció escondida bajo la cama y que ahora es incapaz de hablar. El detective de la policía islandesa Huldar, que se enfrenta a su primer caso importante tras su reciente ascenso, se encuentra bajo una gran presión para resolver el brutal crimen. Huldar tendrá que recurrir a Freyja, una perspicaz psicóloga infantil, para desbloquear la mente de la niña y obtener alguna pista de la que tirar: es su única oportunidad para llegar hasta la mente del asesino. El problema es que Freyja no se fía de Huldar, a quien conoció una noche para luego desaparecer. Los dos se verán obligados a trabajar juntos para encontrar a un asesino que deja en la escena del crimen extrañas pistas en forma de códigos numéricos. Freyja y Huldar deberán emprender una carrea contrarreloj para identificar al asesino antes de que siga matando impunemente.
¿Por qué en el colegio las chicas creen que no han estudiado lo suficiente y en cambio los chicos piensan que «el examen era muy difícil»? ¿Por qué la mayoría de las mujeres sienten que son un fraude en su trabajo y que sus éxitos son solo fruto de la buena suerte?
Esto es lo que se conoce como el síndrome de la impostora: un problema de falta de autoestima y confianza para desarrollar puestos en espacios tradicionalmente masculinos, algo que sigue afectando a muchas mujeres que, para compensar ese sentimiento de culpa, acaban soportando un exceso de presión y de carga de trabajo.
La inspectora de policía Leonore Asker es brillante, tenaz y posee una inteligencia fuera de lo común. Es la mejor candidata para dirigir el Departamento de Delitos Violentos, pero cuando la hija de una familia adinerada de Suecia desaparece, sus superiores la apartan del caso y la trasladan a la Unidad de Casos Perdidos, una sección de la policía formada por compañeros de dudosa reputación. Humillada, en su nuevo puesto Leo se verá envuelta en la que parece ser una investigación trivial. Sin embargo, cuando encuentran una figura en miniatura idéntica a la de la joven desaparecida en una gran maqueta ferroviaria, Asker comprende que se enfrenta a un asesino y que solo hay una persona que puede ayudarla a encontrarlo: su amigo de la infancia Martin Hill, profesor de arquitectura y experto en exploración urbana.
El 14 de febrero de 1942, el Vyner Brooke, un barco mercante que transportaba a un grupo desesperado de expatriados que huían de Singapur fue hundido por bombarderos japoneses. Aunque muchos de los pasajeros se ahogaron de inmediato, Nesta, enfermera australiana y Norah sobrevivieron milagrosamente pero fueron tomadas como prisioneras de guerra y trasladadas a campos.
Durante casi cuatro años, junto con cientos de mujeres y niños, lucharon por sobrevivir, contra enfermedades, el hambre y la brutalidad impensable infligida por los soldados japoneses y consiguieron encontrar, en sí mismas y juntas, un coraje e ingenio extraordinarios.
Frente a un siniestro caserón de piedra, anclado en medio de la cuenca minera asturiana, se detiene un coche de servicios sociales. Dentro del vehículo, Dani Sorribes no acaba de asimilar que haya acabado en ese lugar ni que, con solo trece años, haya quedado huérfano. Desde la ventanilla, no quita ojo a la figura que se recorta sobre el cielo. Una estructura metálica que se eleva junto a un oscuro bosque de hayas, en una mina abandonada que, nada más verla, le ha provocado un escalofrío.
Fuera del coche, Alicia, la mujer que lo acoge, le espera con una sonrisa amable y una mirada gélida. Para ella, la mina pertenece a una vida pasada de la que solo queda un amargo recuerdo. Cerrada años atrás, tuvo su origen en un pueblo detenido en el tiempo, desahuciado, casi deshabitado, y donde las casas se cierran todas las noches a cal y canto.