Primero llegan la tormenta y el rayo y la muerte de Domènec, el campesino poeta. Luego, Dolceta, que no puede parar de reír mientras cuenta las historias de las cuatro mujeres a las que colgaron por brujas. Sió, que tiene que criar sola a Mia e Hilari ahí arriba en Matavaques. Y las trompetas de los muertos, que, con su sombrero negro y apetitoso, anuncian la inmutabilidad del ciclo de la vida.
Canto yo y la montaña baila es una novela en la que toman la palabra mujeres y hombres, fantasmas y mujeres de agua, nubes y setas, perros y corzos que habitan entre Camprodon y Prats de Molló, en los Pirineos. Una zona de alta montaña y de frontera que, más allá de la leyenda, conserva la memoria de siglos de lucha por la supervivencia, de persecuciones guiadas por la ignorancia y el fanatismo, de guerras fratricidas, pero que encarna también una belleza a la que no le hacen falta muchos adjetivos. Un terreno fértil para liberar la imaginación y el pensamiento, las ganas de hablar y de contar historias. Un lugar, quizás, para empezar de nuevo y encontrar cierta redención.
El poema toca la vida. Quizá porque, como en la vida, en cualquier obra de arte el sentido no es algo dado, sino algo que hay que encontrar, asignar o estar en disposición de recibir. En este ensayo, Mariano Peyrou investiga las maneras en que determinadas obras intentan suprimir la distancia entre el arte y la vida e integrar el ámbito de la obra y el de lo real. Para alcanzar una mayor espontaneidad, una mayor naturalidad, a veces se pone el foco, más que en el producto, en el proceso creativo; para generar un espacio más libre y dinámico, a veces la atención se centra en el impulso creador. Se trata de una aspiración antigua, que puede rastrearse desde los orígenes de nuestra cultura, pero que se manifiesta con gran intensidad y de un modo nuevo a partir del siglo pasado.
Salvador Rueda es el creador de un nuevo tipo de urbanismo, el urbanismo ecosistemico, y de una nueva celula urbana: la supermanzana, la base de un nuevo modelo de movilidad y espacio público que prioriza tanto la circulación de peatones y bicicletas como del transporte público y reduce la contaminación, el ruido, las islas de calor& x02026;
En 1996, Allen Ginsberg tenía setenta años, se encontraba muy delicado de salud y le quedaba apenas un año de vida. Impulsado quizá por la urgencia de cantar unas últimas verdades, y a pesar de sus escasas apariciones públicas durante aquel período, el poeta beat se lanzó a un gran proyecto final: el de musicar, en colaboración con Paul McCartney y Philip Glass, una colección de pequeños poemas que acababa de publicar en la revista The Nation: se trataba de la Balada de los esqueletos.
Inspirados en la festividad mexicana del Día de los Muertos, estos esqueletos universales reproducen y padecen los males de nuestra sociedad, ejercen y a la vez sufren el poder, dejándose el cuerpo en ello. Entre todos conforman la danza macabra del sistema de agotamiento, explotación y destrucción en que vivimos. Sus versos, tan radicales como divertidos, azote de la moral estadounidense, mantienen hoy su feroz condición de sátira carnavalesca, cobrando una sorprendente y acaso terrorífica actualidad.
El 7 de julio de 1969, Perec le escribió una carta a Maurice Nadeau para ponerle al día de sus proyectos y le explicó un plan tan bello como ambicioso, en el que preveía «un vasto conjunto autobiográfico que se articula en cuatro libros, y cuya realización me exigirá al menos doce años; no doy esta cifra al azar: se corresponde con el tiempo necesario para la redacción del último de esos cuatro libros, que delimita el tiempo necesario para la realización de los otros tres. Este cuarto libro nace de una idea bastante monstruosa, pero bastante estimulante, creo».
Mientras se encuentra inmersa en la escritura del prólogo para una antología de artículos sobre Marcel Proust, Laure Murat topa con una escena de Downton Abbey en la que un mayordomo pone la mesa midiendo la distancia entre cubiertos con ayuda de una regla. Esta diminuta ceremonia, ejecutada con solemnidad sacramental, evoca en Murat, desde lo más recóndito de su memoria, una figura arcaica: las puras «formas vacías» que rigen el entorno aristocrático; el principio sobre el que se equilibra toda una casta, su casta. Porque lo que Murat reconoce en esa atención a las cosas inútiles es, a su pesar, una parte de sí misma, descendiente al mismo tiempo de los Luynes y de los Murat, dos célebres y centenarias dinastías francesas.
A raíz de esta pequeña epifanía, y guiada por la fascinación que despertó en su juventud la lectura de En busca del tiempo perdido, acabará emprendiendo una revisión de su propio y muy proustiano pasado que la llevará, a su vez, a explorar la vida y obra de Proust a través de una historia y un París que no le son nada ajenos: dos universos vinculados sin solución de continuidad, pues «el mundo pasado en el que crecí seguía siendo el de Proust, que había conocido a mis bisabuelos, cuyos nombres aparecen en su novela».