En 1932, la música, como las demás disciplinas artísticas, fue reducida a una única doctrina: la del realismo socialista. La finalidad del arte era servir al Estado. Los músicos tuvieron que someterse a la línea ideológica del partido. Algunos la sortearon como pudieron; otros, sin embargo, no se doblegaron, y sus obras fueron prohibidas, sus conciertos cancelados y ellos relegados al olvido. Eso sucedía en el mejor de los casos, porque en el peor se los destinaba a campos de trabajo en Siberia o simplemente eran ejecutados. Músicos de la altura de Dmitri Shostakóvich y Serguéi Prokófiev e intérpretes de fama internacional como Mstislav Rostropóvich, Sviatoslav Richter, David Oistrakh, Leonid Kogan y Mariya Yúdina fueron capaces de crear melodías sublimes en las circunstancias más hostiles y oscuras. Pero esa política represora no sólo se circunscribió a la música clásica. La Asociación Rusa de Músicos Proletarios (RAPM) se ocupó también de la música ligera. Era conocida la afición de Stalin por ese tipo de música, así que, en consecuencia, la represión fue menor que en la música y la literatura clásicas. Pero, con todo y con eso, los intérpretes no podían bajar la guardia.
Fue en un apartamento lúgubre de Vanves, durante su exilio francés, donde Tsvietáie-va escribió el presente texto, que relata el encuentro de la pequeña Marina con el dia-blo en la habitación de su hermana, don¬ de se refugiaba para leer libros prohibidos. Con una prosa burlona, ora exaltada, ora gélida, pero siempre hechizante, la poeta relata el despertar de su fascinación por las palabras, encarnadas en la figura del dia-blo, que su implacable mirada transforma en una criatura tan temible como seduc-tora. Una extraordinaria evocación lírica de la infancia y de la gestación de un genio literario irrepetible.
Tras la catástrofe económica y humana del Gran Salto Adelante, un Mao envejecido diseñó un ambicioso plan para afianzar su liderazgo y su legado: la llamada Revolución Cultural, cuyo objetivo declarado era la purga definitiva de los burgueses infiltrados en el gobierno y la sociedad para minar el comunismo. No obstante, el plan servía al dictador para desembarazarse de veteranos miembros del Partido en la cúpula, a los que sometió a humillaciones públicas, encarcelamientos y torturas. El país no tardó en sumirse en una febril persecución de los sospechosos en nombre de la pureza revolucionaria, un caos que, inadvertidamente, sentaba las bases del fin del maoísmo. En esta magnífica conclusión a la aclamada «trilogía del pueblo», Dikötter indaga una vez más en documentos previamente secretos para dar voz a los protagonistas de la época más tumultuosa de la China comunista y reexaminar con rigor su estremecedora historia.
En 1944, la corriente sionista europea estaba a punto de lograr el objetivo de fundar su propio Estado en territorio palestino. Fueron muchos los intelectuales que participaron de este planteamiento, entre ellos Hannah Arendt, quien elaboró un breve estudio acerca de la viabilidad del proyecto, posicionándose a favor de la creación del Estado de Israel, aunque con ciertas reticencias: este asentamiento no debía realizarse sin establecer las condiciones con claridad, debido al peligro de desembocar en una convivencia truncada y hostil. Advirtió, además, de que Estados Unidos podría aprovecharse de la situación para apropiarse del petróleo de la región.
Sobre Palestina alberga una funesta premonición que había permanecido inédita hasta hoy. Tanto en el prólogo como en el epílogo, el filósofo Thomas Meyer da cuenta del contexto del manuscrito de la pensadora judía y del porqué de que nunca se publicara, amén de las presiones recibidas por parte de los comités de apoyo sionista. En este volumen también se incorpora el memorándum titulado "El problema de los refugiados palestinos", redactado por varios autores en 1958 -entre los que figura, a disgusto de ella, Hannah Arendt- y publicado por el Institute for Mediterranean Affairs, un estudio en forma de esclarecedor catálogo de cuestiones acerca del conflicto palestino, redactado diez años después de que el Estado de Israel se hiciera realidad, del modo en que Arendt había temido y pronosticado.
¿La Revolución rusa fue la consecuencia directa de las decisiones del zar Nicolás y del gobierno provisional de Alexander Kerensky? ¿O fue un proceso impulsado por los obreros y campesinos, que nunca imaginaron la dictadura bolchevique que impondrían Lenin y sus sucesores?
Resultado de toda una vida dedicada al estudio del gigante del este, Robert Service nos ofrece en este libro un esclarecedor y vívido relato del tortuoso camino que siguió Rusia durante la Primera Guerra Mundial, la Revolución y la posterior guerra civil, que desembocó en el establecimiento de un régimen soviético totalitario destinado a perdurar siete décadas. Protagonistas de altura como Nicolás II, Kerensky y el propio Lenin ocupan un lugar central en estas páginas.
Aquello que destaca, sin embargo, es cómo su autor enriquece la narración gracias a diarios poco conocidos de ciudadanos de a pie, como el campesino Alexander Zamaraev, el suboficial Alexei Shtukaturov o el contable Nikita Okunev. Sus testimonios nos ayudan a entender cómo vivió la sociedad del momento las profundas y problemáticas transformaciones que se sucedieron durante los años previos y posteriores a las revoluciones de febrero y octubre de 1917.
Hace quince años, Mitch McDeere esquivó a la muerte. Y a la mafia. Tras hacerse con diez millones de dólares y desaparecer, vio cómo sus enemigos acababan en la cárcel o en la tumba. Ahora Mitch y su mujer, Abby, viven en Manhattan, donde él se ha abierto camino hasta convertirse en socio del bufete más importante del mundo.
Pero cuando su mentor en Roma le pide un favor que le llevará a Estambul y Trípoli, Mitch se ve inmerso en el centro de un siniestro complot con ramificaciones por todo el planeta y que una vez más pondrá en peligro a sus colegas, amigos y familia.