The first illustrated book to chronicle the dramatic 1973 face-off between French and American fashion designers, which left an indelible mark on the fashion industry, launched American designers as a global force, and challenged the cultural norms of the time.
Images from the archives of renowned fashion photojournalists Bill Cunningham and Jean-luce Huré—largely unseen until now—capture the behind-the-scenes drama, fabulous clothing, iconic models, and glamorous guests at this historic show.
The Spinning Jenny was invented in 1770, and with that, a new era of manufacturing and industry changed lives everywhere within a generation. A world filled with unrest wrestles for control over this new world order: A mother’s husband is killed in a work accident due to negligence; a young woman fights to fund her school for impoverished children; a well-intentioned young man unexpectedly inherits a failing business; one man ruthlessly protects his wealth no matter the cost, all the while war cries are heard from France, as Napoleon sets forth a violent master plan to become emperor of the world. As institutions are challenged and toppled in unprecedented fashion, ripples of change ricochet through our characters’ lives as they are left to reckon with the future and a world they must rebuild from the ashes of war.
Today’s workers have more opportunities and mobility than any generation before. They also face unprecedented challenges, including inflation, labor and housing shortages, and climate volatility. Even the notion of retirement is undergoing a profound rethink, as our lifespans extend and our relationship with work evolves. In this environment, the tried-and-true financial advice our parents followed is no longer enough. It’s time for a new playbook.
When the United States invaded Iraq in 2003, its message was clear: Iraq, under the control of strongman Saddam Hussein, possessed weapons of mass destruction that, if left unchecked, posed grave danger to the world. But when no WMDs were found, the United States and its allies were forced to examine the political and intelligence failures that had led to the invasion and the occupation, and the civil war that followed. One integral question has remained unsolved: Why had Saddam seemingly sacrificed his long reign in power by giving the false impression that he had hidden stocks of dangerous weapons?
The Achilles Trap masterfully untangles the people, ploys of power, and geopolitics that led to America’s disastrous war with Iraq and, for the first time, details America’s fundamental miscalculations during its decades-long relationship with Saddam Hussein. Beginning with Saddam’s rise to power in 1979 and the birth of Iraq’s secret nuclear weapons program, Steve Coll traces Saddam’s motives by way of his inner circle. He brings to life the diplomats, scientists, family members, and generals who had no choice but to defer to their leader—a leader directly responsible for the deaths of hundreds of thousands of Iraqis, as well as the torture or imprisonment of hundreds of thousands more. This was a man whose reasoning was impossible to reduce to a simple explanation, and the CIA and successive presidential administrations failed to grasp critical nuances of his paranoia, resentments, and inconsistencies—even when the stakes were incredibly high.
De Cristóbal Colón se conservan relativamente pocos documentos autógrafos, e incluso se duda de la autenticidad de algunos de estos, por lo que buena parte de los escritos colombinos, entre ellos los de mayor enjundia, han llegado hasta nosotros gracias a copias que debemos, en una mayoría abrumadora, a la pluma de otra figura señera: fray Bartolomé de las Casas. En esta nueva edición definitiva de uno de los conjuntos de documentos más importantes de la historia occidental, Consuelo Varela y Juan Gil introducen y fijan el corpus colombino desde las Apostillas y el Diario del primer viaje a América hasta su testamento, reuniendo un total de ciento una piezas, acompañadas de un glosario y dos índices de nombres propios y topónimos. La recopilación incluye autógrafos, impresos en vida de Colón, copias de Bartolomé de las Casas, copias notariales y apógrafos de investigadores que tuvieron ante sí originales hoy perdidos. La ordenación cronológica de los textos no impide, sin embargo, destacar las tres relaciones que se han conservado de los cuatro viajes del Almirante. Por razones de utilidad se incluyen también documentos dudosos (como la carta de Rodrigo de Escobedo y una ordenanza de Colón) o muy dudosos (como el Memorial de la Mejorada).
Hacia 1957 reconocí con justificada melancolía que estaba quedándome
ciego. La revelación fue piadosamente gradual. No hubo un instante
inexorable en el tiempo, un eclipse brusco. Pude repetir y sentir de
manera nueva las lacónicas palabras de Goethe sobre el atardecer de cada
día: Alles nahe werde fern (Todo lo cercano se aleja). Sin prisa pero
sin pausa -¡otra cita goetheana!- me abandonaban las formas y los
colores del querido mundo visible. Perdí para siempre el negro y el
rojo, que se convirtieron en pardo. Me vi en el centro, no de la
oscuridad que ven los ciegos, como erróneamente escribe Shakespeare,
sino de una desdibujada neblina, inciertamente luminosa que propendía al
azul, al verde o al gris. Ya no había nadie en el espejo; mis amigos no
tenían cara; en los libros que mis manos reconocían solo había párrafos
y vagos espacios en blanco pero no letras.
De una a siete de la tarde -mis horas oficiales o "teóricas" de
trabajo- me confieso un impostor, un chambón, un equivocado esencial. De
noche (conversando con Xul Solar, con Manuel Peyrou, con Pedro Henríquez
Ureña o con Amado Alonso) ya soy un escritor. Si el tiempo es húmedo y
caliente, me considero (con alguna razón) un canalla; si hay viento sur,
pienso que un bisabuelo mío decidió la batalla de Junín y que yo mismo
he consumado unas páginas que no son bochornosas. Me pasa lo que a
todos: soy inteligente con las personas inteligentes, nulo con las
estúpidas.
Alguna noche, suelo ubicar mis horas en la serenidad del barrio de
Almagro: empresa que tiene su poco de catástrofe en cada punta, pues
para ir y volver es obligatorio descender a la tierra como los muertos e
incluirse en una hilera de ajetreos que hay entre la plaza de Mayo y la
estación Loria, y resurgir con una sensación de milagro incómodo y de
personalidad barajada, al mundo en que hay cielo. Claro está que esas
plutónicas y agachadas andanzas tienen su compensación: tal vez la más
segura es poder considerar ese grande y bien iluminado plano de Buenos
Aires que ilustra las paredes enterradas de los andenes. ¡Qué maravilla
definida y prolija es un plano de Buenos Aires! Los barrios ya pesados
de recuerdos, los que tienen cargado el nombre: la Recoleta, el Once,
Palermo, Villa Alvear, Villa Urquiza; los barrios allegados por una
amistad o una caminata: Saavedra, Núñez, los Patricios, el Sur; los
barrios en que no estuve nunca y que la fantasía puede rellenar de
torres de colores, de novias, de compadritos que caminan bailando, de
puestas de sol que nunca se apagan, de ángeles: Pueblo Piñeiro, San
Cristóbal, Villa Domínico.